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  • Gianella Bardazano*

Incidencia de los marcos jurídicos en los cambios culturales: a propósito de la ley 19.529[1]

Ilustración: Gustavo Figueroa

Introducción

La presente exposición se propone compartir algunas dudas y preocupaciones, intentando no caer en una retórica dogmática que contribuya a ocultar la dimensión política de los derechos y el hecho inevitable del desacuerdo acerca de su alcance.

Tomamos como punto de partida las siguientes consideraciones. En algunas oportunidades, los responsables de la aprobación de los textos normativos justifican la necesidad de sancionarlos en su aptitud para promover un cambio. En ello, está implícita la asunción de la capacidad del derecho de incidir en la modificación de las preferencias como resultado de su aplicación; o bien, la asunción de la eficacia de la dimensión simbólica de los materiales normativos, considerada independientemente de su aplicación: “mandar un mensaje”. En otras ocasiones, se adopta la retórica de una cierta dogmática neoconstitucionalista que se ha articulado con algunos enfoques anfibios, que ponen el énfasis en el potencial emancipatorio del derecho, pero que acaban tornándose instrumentales si no son tomadas en serio las características de la cultura legal en la que se pretende la eficacia de los cambios normativos. Sin embargo, en otras oportunidades, los encargados de la aprobación de los textos normativos señalan que la sociedad no está preparada para una ley que involucra un cambio trascendente en la forma de entender el fenómeno que se propone regular y, por lo tanto, en lugar de considerar que la ley incidirá en la producción del cambio, entienden que el cambio normativo debe venir después del cambio cultural.

Ahora bien, el eje del cambio que está en juego con la sanción de la ley 19.529 puede resumirse en lo dispuesto en el inciso 2do del art. 37, sobre desinstitucionalización, que refiere a las estructuras alternativas, y establece: “Las estructuras alternativas no podrán reproducir las prácticas, métodos, procedimientos y dispositivos cuyo único objetivo sea el disciplinamiento, control, encierro y en general, cualquier otra restricción y privación de libertad de la persona que genere exclusión, alienación, pérdida de contacto social y afectación de las potencialidades individuales”. ¿Qué probabilidad existe de que el cambio que ese inciso resume se traduzca en prácticas estables?

Las nociones de “cultura legal” o “cultura jurídica” (Nelken 2005, Tarello 2002, Ansolabehere 2012), asociadas a la preocupación por la comprensión de la variación de las concepciones y las formas de vivir el derecho, pueden ser útiles para aproximarnos a los patrones de la ley en acción.

Al mentar la ley en acción, evocando una perspectiva realista del derecho, buscamos darle centralidad, por un lado, a la interpretación de las disposiciones legales que se consolida en la reglamentación; esto es, a la atribución de un significado normativo a las disposiciones legales y su implementación, mediadas por las valoraciones y decisiones de las autoridades normativas administrativas. Por otro lado, resulta fundamental la elaboración de conceptos que apoyan la interpretación de los materiales normativos, que se lleva a cabo tanto en el ámbito dogmático o doctrinal, como en el marco de la labor jurisprudencial y en campos disciplinares distintos del jurídico.

La creación y el funcionamiento de la institucionalidad

Aproximarse a la “cultura jurídica”, es decir, al “conjunto de actitudes, modos de expresarse, maneras de argumentar propio de los operadores jurídicos” (Tarello, 1988: 24), supone adoptar un cierto enfoque, una forma de aproximarse a las preguntas relativas a la incidencia de la ley en los cambios culturales (Ansolabehere, 2012: 134). Supone centrar la atención en los elementos que inciden en el cambio del punto de vista interno, de modo de comprender la génesis ideológica de las doctrinas jurídicas e identificar el modelo de estructura que esas doctrinas proponen para captar el fenómeno jurídico (López Medina, 2015: 233). Lo anterior supone prestar especial atención a “la función ideológica y las modalidades organizativas de los operadores jurídicos” (López Medina, 2015: 233), prestar atención a la función ideológica y las modalidades organizativas de aquellos saberes que participan y colaboran en la elaboración de conceptos centrales en determinadas áreas del derecho y que, por tanto, inciden en la interpretación y aplicación de las disposiciones normativas.

En definitiva, se trata de “poner de relieve las opciones de política del derecho que presiden las operaciones de interpretación y aplicación, así como el espacio histórico determinado en el cual se van formando las representaciones conceptuales de la dogmática”, que poseen una incidencia determinante en las decisiones de los aplicadores, al punto de “generar coincidencias de lo que se considera aplicación correcta de los textos normativos” (López Medina, 2015: 233).

Para decirlo en forma resumida, el derecho no es tanto el conjunto de textos normativos cuanto el conjunto de significados normativos que de esos textos extraen los intérpretes. Y en la actividad de interpretación incide, obviamente, la ideología normativa en la cual los intérpretes fueron formados, la socialización o adoctrinamiento de la formación profesional, las tradiciones generadas en la práctica, los compromisos institucionales de los operadores, etc.

Algunos temas que requieren ser mirados desde la perspectiva de la ley en acción

De acuerdo a lo que venimos diciendo, una de las cosas que debería tenerse en cuenta cuando se redacta un texto normativo es quiénes van a ser sus intérpretes y, en general, cuál va a ser el contexto de aplicación. A propósito de esto, quisiera dejar planteadas algunas preocupaciones, que si bien pueden parecer producto de un considerable escepticismo, pretenden ser una lista de asuntos a los cuales habría que prestar atención, a la vez que alentar la elaboración teórica y dogmática y direccionar las acciones de incidencia:

a) Una preocupación respecto del seguimiento de la interpretación y aplicación de los arts. 17, 18 y 24 de la ley 19.529. Especialmente, con relación al art. 24, que establece que “la hospitalización es considerada un recurso terapéutico de carácter restringido, deberá llevarse a cabo sólo cuando aporte mayores beneficios que el resto de las intervenciones realizables en el entorno familiar, comunitario y social de la persona y será lo más breve posible”. Recordemos que en 1989 la ONU aprobó la CDN que, en su art. 37 b) estableció que la privación de libertad constituye el último recurso y que, en caso de recurrir a ella y no a alternativas, debe disponerse por el período más breve que proceda. Uruguay terminó de incorporar la Convención al derecho interno en 1990, con la aprobación de la ley 16.137. Luego el CNA en 2004 reiteró la idea e incluyó una disposición acerca de la interpretación del Código que establece que debe hacerse a la luz de los principios que informan la Constitución y la Convención. Sin embargo, la privación de libertad de adolescentes no ha sido desde 1989 el último recurso. El seguimiento y monitoreo de la aplicación de la hospitalización como recurso terapéutico será sin duda un asunto central para la evaluación del impacto de la ley en los próximos años.

b) Una preocupación en relación a las formas de nombrar a las personas alcanzadas por la ley, que siempre reflejan las concepciones imperantes en la sociedad o en los grupos de presión que inciden en la elaboración de la ley, pero que en las prácticas institucionales concretan no necesariamente tienen un correlato. La ley de 1936 se refiere a “psicópatas”, “enfermos psíquicos”, “enfermos de afección mental”, y a “higiene mental” para mentar el asunto relacionado a los cometidos de la Inspección General de Psicópatas. La ley de 1948 (N° 11.139) se refiere a “enfermos mentales”. La ley de 2017 se refiere a “personas usuarias de los servicios de salud mental”, “personas con trastorno mental”, y a “salud mental” para mentar el asunto de que se ocupa la ley, definida en los términos del art. 2. Como en el texto no hay remisiones ni derogaciones expresas, es preciso tener en cuenta las formas de nombrar de la ley 18.651 de “protección integral de personas con discapacidad”, que en su art. 2 señala que “se considera con discapacidad a toda persona que padezca o presente una alteración funcional permanente o prolongada, física o mental, que en relación a su edad y medio social implique desventajas considerables para su integración familiar, social, educacional o laboral”. De este modo, además de la armonización de los distintos significados, el desafío es armonizar fortaleciendo la protección de las personas concretas, el alcance de la ley 18.651, la ley 18.335 (sobre deberes y derechos de pacientes y usuarios de los servicios de salud) y la ley 19.529. En el modo en que el intérprete se acerca a la ley, resultará central el modo de comprender los cambios de denominación en 1936, 1948, 2010 y 2017, es decir, si el cambio es reconstruido como: a) el reflejo de cambios en las prácticas; b) dando cuenta de la comprensión del tema en cada época y con pretensión de incidir en las prácticas, modificándolas; c) un cambio de etiquetas que no se relaciona con cambios en las prácticas.

c) Otra preocupación radica en la comparación de lo que disponían los arts. 15 y 16 de la ley 9.581 y lo que establecen los arts. 30 y 31 de la 19.529, sobre hospitalización involuntaria. Tanto en 1936 como en 2017 se establece que la internación involuntaria solo puede tener fines terapéuticos. Como en los casos anteriores, la interrogante es acerca de cómo entender los cambios en la redacción y, por tanto, si trasuntarán una mejora de las prácticas en términos de prevención de abusos y respeto de garantías.

El art. 30 reúne lo que en el texto de 1936 era materia de dos disposiciones distintas: la hospitalización involuntaria y la retención de una persona que ingresó voluntariamente. Para ambas situaciones la situación que debe constatarse es: A) que exista un riesgo inminente de vida para la persona o terceros. [Para la retención de personas ingresadas voluntariamente, la ley de 1936 hablaba de “manifestaciones de auto o hetero peligrosidad”]. B) que esté afectada la capacidad de juicio de la persona y el hecho de no hospitalizarla pueda llevar a un deterioro considerable de su condición o impedir que se le proporcione un tratamiento adecuado que sólo pueda aplicarse mediante la hospitalización. [La ley de 1936 hablaba de “signos de pérdida de la libre determinación de su voluntad y de la autocrítica de su estado morboso”].

Ahora bien, la certificación expedida por dos médicos que exigía la ley de 1936 incluía que esos médicos ajenos al establecimiento en que ingresa la persona involuntariamente no tuviesen parentesco (por consanguinidad o por afinidad), ni con quien formule la petición (pariente cercano al paciente, su representante legal, las personas mayores de edad que convivan con el paciente si no tiene parientes próximos), ni con alguno de los médicos del establecimiento, ni con el propietario, ni con el administrador. El art. 31 de la ley de 2017 prevé que los dos profesionales médicos sean del servicio de salud que realice la hospitalización y que dichos profesionales no tengan parentesco, amistad o vínculos económicos con la persona que es hospitalizada en forma involuntaria. Sinceramente, a la luz del objetivo del art. 24 de la ley, no queda claro si no era más preventiva de posibles abusos la redacción de 1936. La misma duda surge con relación a lo que establece el inciso final del art. 30, que delega al Poder Ejecutivo a través de la reglamentación, el establecimiento de cuáles son las situaciones de riesgo inminente de vida para el usuario y para terceros. En principio, por tratarse del establecimiento de restricciones de derechos, es asunto de la ley y no de la reglamentación.

d) El ámbito de la formación profesional es obviamente uno de los factores clave en la viabilización de los cambios. Una preocupación que agregaría con relación a eso, es el aparente choque con la autonomía universitaria que se produce con la redacción dada al art. 9 de la ley y las recomendaciones del MSP.

e) Por otra parte, en la interpretación en abstracto del texto, pueden identificarse áreas en las cuales parece haber primado la resistencia a arriesgar que eventualmente el cambio normativo tuviera un impacto sensible en la práctica. Me refiero a la regulación del contralor y a la institucionalidad (órganos, comisiones, direcciones, programas, etc.) que se genera o se mantiene.

La ley 9.581 establecía la función de la Inspección General de Asistencia a Psicópatas, dependiente del MSP, y la Comisión Honoraria Asesora de la Asistencia a Psicópatas (integrada, con el Inspector General de Psicópatas en carácter de asesor, la Sociedad de Psiquiatría, cátedras universitarias vinculadas al tema, el Fiscal en lo Civil y el asesor de legislación sanitaria del MSP). En la medida que la ley 9.581 fue derogada expresamente, este fragmento de la institucionalidad actual, es eliminado. Sin embargo, como a esa derogación expresa le sigue la fórmula de la derogación tácita, surge la duda en cuanto al rol respecto de la salud mental que se espera de la Comisión Honoraria del Patronato del Psicópata (ley 11.139 de 1948), de la Comisión Honoraria de la Discapacidad, creada por ley 18.651 de 2010 e integrada por un representante de la Comisión Honoraria del Patronato del Psicópata. Estas dos comisiones, a modo de ejemplo, poseen integrantes representantes de la comunidad o de las asociaciones conformadas por personas con discapacidad. Desconozco si existen evaluaciones acerca del impacto de estas “fórmulas aparentemente participativas” con miras a “velar por el bienestar del enfermo mental y protegerlo en todas las etapas de su asistencia” (ley 11.139) y en “la elaboración, el estudio, la evaluación y la aplicación de los planes de política nacional de promoción, desarrollo, rehabilitación biopsicosocial e integración social de la persona con discapacidad” (ley 18.651).

La Comisión Nacional de Contralor de la Atención en Salud Mental se mantiene en la órbita del MSP (como servicio desconcentrado), tiene unos cometidos ambiciosos y cumple con lo que podríamos llamar “la fórmula de la participación” en su integración. Es una tarea ineludible realizar un seguimiento de la actividad de esta Comisión, prestando especial atención al modo en que se inserta en el entramado de instituciones, comisiones, programas y direcciones que están vinculados a el diseño o la ejecución de la política de salud mental.

A modo de conclusión

Los cambios en la cultura jurídica toman tiempo y a la teorización sobre las prácticas no conviene sustituirla por asunciones dogmáticas, aunque sean asunciones dogmáticas con énfasis distintos a los que tradicionalmente han imperado en el campo de la salud mental. Es fundamental enfrentar las dificultades de articular una concepción política de los derechos y no recurrir a una retórica dogmática que oculte esa dimensión y, por tanto, el hecho inevitable del desacuerdo acerca de su alcance.

Que en los últimos tiempos sea usual que los movimientos sociales articulen reclamos a través del discurso de los derechos y apelando a estrategias jurídicas, no es motivo para olvidar que el derecho es lo que los intérpretes y aplicadores hacen con los textos normativos, y que los intereses y valores que condicionan la aplicación de la ley no pueden ser perdidos de vista.

*Prof. Agr. Filosofía del Derecho (Udelar), integrante del Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay (IELSUR).

 

Notas:

[1] Ponencia presentada en el V Encuentro Antimanicomial, 09.10.2017.

Referencias bibliográficas:

Tarello, G. (1988). Cultura giuridica e politica del diritto. Bologna: Il Mulino.

Tarello, G. (2002). Cultura jurídica y política del derecho, Granada: Comares.

Ansolabehere, K. (2012). Cultura legal. Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad. No. 1, pp. 133-140.

Nelken, D. (2005). Rethinking legal culture. En M. Freeman (ed.). Law and Sociology. Vol. 8, pp. 200-224.

López Medina, R. (2014); Cultura jurídica. Eunomía. Revista en Cultura de la Legalidad. Nº. 7, pp. 229-235.

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