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  • Rafael Litvin Villas Bôas*

Impases y perspectivas contemporáneas de la polémica relación entre clase y arte


Ilustración: Pensana (Flavio Capurso)

Por la forma en que la sociedad está organizada, es un pensamiento de sentido común la idea de que la cultura es una especie de cúmulo que se puede medir por un termómetro: tendrían más cultura las personas de las clases sociales acomodadas. Por este sesgo, la cultura es un factor de distinción social, un elemento de reconocimiento social.

En la dinámica actual de extrema mercantilización de la vida, el arte, resultado en teoría de la producción humana de la experiencia sensible -capaz de producir bienes simbólicos que no tienen una finalidad práctica inmediata-, se transformó, en el correr de los tiempos, en mercancía. Ir al museo se tornó un acto de capitalización personal basado en el cultivo de la erudición, a partir del consumo de bienes simbólicos.

Sin embargo, han existido momentos en que la producción artística y las organizaciones de la clase trabajadora, convergieron en procesos estéticos y políticos que buscaron no disociar las articulaciones entre cultura, arte, educación, formación y organización social.

Dos películas son emblemáticas de momentos históricos en que esas esferas se articularon de forma orgánica y contra-hegemónica: la película “El acorazado Potemkin” (1925), dirigida por Sergio Eisenstein, fue realizada con elenco de artistas militantes de Proletkult (Cultura Proletaria), movimiento de cultura proletaria soviética que existió de forma vigorosa en la primera década de la Revolución Rusa; y el documental brasilero “Cabra marcado pra morrer” (1984), dirigido por Eduardo Coutinho, estuvo producida en la década de 1960 viabilizada por la articulación entre el Movimiento de Cultura Popular (MCP), los Centros Populares de Cultura (CPC) de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) y las Ligas Campesinas, tres organizaciones destruidas por el golpe militar-civil desencadenado en 1964. En común: dos películas consideradas obras primas, producidas por organizaciones que articulaban cultura, política, formación y organización social, por medio de la socialización de los medios de producción simbólicos, que fueron duramente criticadas en sus contextos y, sobretodo, en la crítica producida posteriormente a la destrucción de las experiencias.

En coyunturas distintas un rasgo común de la crítica contraria a las experiencias como la de Proletkult y la de MCP y CPC fue el argumento de demagogia y populismo sobre las tentativas de socialización de los medios de producción de los lenguajes artísticos para las clases populares. La acusación alega que el resultado de esas experiencias es, en general, de rebajamiento del nivel estético, consecuencia de la instrumentalización del que-hacer artístico, y de la apropiación inadecuada por no ser especialistas. Esa crítica se sustenta, por un lado, en la división alienada del trabajo, que demarca el lugar del arte como un espacio destinado a especialistas, dotados de vocaciones específicas y, por otro lado, en la inclinación de los padrones estéticos burgueses. Bertolt Brecht, por ejemplo, sustentó una fuerte polémica con el crítico húngaro Georg Lukács al respecto del significado del arte realista y del lugar de los experimentos de la vanguardia estética junto a las organizaciones proletarias. En el texto “El carácter popular del arte y del arte realista”, escrito en 1938, Bertolt Brecht defiende un concepto combativo de “popular” que definió de la siguiente forma:

- ser comprensible para las largas masas, adoptar y enriquecer sus formas de expresión;

- adoptar y consolidar su punto de vista;

- representar la parte mas progresiva del pueblo, de forma que ésta pueda tomar la dirección de la sociedad y por consiguiente, ser comprensible también para la otra parte del pueblo;

- familiarizarse con las tradiciones y desarrollarlas;

- transmitir a la parte del pueblo que aspira al papel dirigente, las conquistas positivas de los que hoy detentan el poder.

En esos términos están pautados el respeto por el legado de los períodos anteriores, inclusive, de las “conquistas positivas” de los que hoy mantienen el poder, o sea, del período en que la burguesía se torna clase hegemónica, a partir de 1789, con la Revolución Francesa. La importancia del didactismo es resaltado, en los términos de la necesidad de eficacia estética de la comunicación de las formas expresivas con la clase trabajadora. El diálogo con las tradiciones de la cultura popular, en diversos géneros, es igualmente resaltado e incentivado.

Enseguida, Brecht define el concepto de realismo, como algo no proyectado por la tradición y por el canon del arte burgués, pero como algo amplio y político, libre en materia de estética y desligado de toda especie de convenciones. Ser realista, según Brecht, significaría:

- presentar el sistema de causalidad social;

- escribir desde el punto de vista de la clase que propone soluciones más amplias para las dificultades más urgentes en que se encuentra la sociedad humana;

- destacar, en cualquier proceso, sus puntos de desarrollo;

- ser concreto y posibilitar la abstracción.

En ese mismo texto, más allá de definir los conceptos de popular y de realista de forma crítica y dialéctica, confrontándose con la tradición canónica que se establecía a partir de la perspectiva lukacsiana, Brecht daba noticia del aprendizaje que extraía de los experimentos que el y Piscator establecían con los trabajadores, desmitificando las acusaciones que recaen sobre las tentativas de que artistas hayan socializado los medios de producción para la clase trabajadora:

“(…) Los medios deben ser avalados en función de su fin. El pueblo sabe hacerlo. Las grandes experiencias teatrales de Piscator (así como las mías), en que siempre se destruían las formas convencionales tuvieron el más firme apoyo en los cuadros más avanzados de la clase obrera. Los obreros avalaban todo de acuerdo con la verdad que podía contener, recibían con agrado cualquier innovación que pudiese favorecer la representación de la verdad, la presentación de los verdaderos engranajes sociales, y rechazaban todo cuanto les parecía puro juego, maquinación sin objetivo, ésto es que no satisfacía, o no cumplía ya, con su función. Los argumentos en que basaban sus apreciaciones nunca eran literarios o de la estética teatral. Nunca se les oyó decir que no se podía mezclar teatro con cine. Si el fragmento de la película no era utilizado, acertadamente decían «aquí hay una película más, desvía la atención». Los coros obreros recitaban textos en verso de ritmo complicado («si se utilizan rimas, el texto corre como agua y no se retiene nada del contenido») y cantaban difíciles (en deshuso) canciones de Eisler («Porque en ellas hay fuerza»). Pero tuvimos que alterar algunos versos cuyo sentido no era claro o era falso. En las canciones de marcha, rimadas para que pudiesen ser rápidamente aprendidas, y que tuviesen un ritmo muy simple para que «pasasen» cuando se enfrentaba con alguna dificultad (irregularidades, complicaciones), los trabajadores comentaban: «aquí hay un truco; es divertido». Se aburrían con lo común, lo trivial, lo banalizado al punto de no obligar a pensar («No se saca nada de esto»). Si se necesita de una estética se podría buscarla aquí. Nunca olvidaré la manera como me miró un trabajador que me proponía integrar a un coro algo sobre la Unión Soviética: («¡Es necesario añadir esto. Si no, no tiene el efecto deseado!»); y cuando le respondí que eso quebraría la forma artística, inclinó su cabeza para al lado y se sonrió. Todo un tratado de estética cayó por tierra con aquella sonrisa afable. Los trabajadores no temían darnos lecciones, ni tienen miedo de aprender”.

Esa lectura de las experiencias desarrolladas por las organizaciones que trabajaron con arte político y socialización de los medios de producción de bienes simbólicos estuvo por mucho tiempo casi inaccesible a aquellos que demandaban el conocimiento del legado del pasado, excavando sobre el manto del preconcepto que se estableció sobre las luchas revolucionarias.

En el libro “Teatro del Oprimido y otras poéticas políticas” Augusto Boal cuenta que en Perú trabajó en un proyecto de Alfabetización Integral llamado ALFIN, en el gobierno del general López Alvarado, una dictadura modernizante que se diferenciaba de las demás por tener algunas medidas progresistas, como la realización de la reforma agraria, la alfabetización de la población, etc. Lo que Boal nos cuenta de aquel método, de la experiencia de múltiples alfabetizaciones donde trabajaron con lenguajes artísticos variados vinculados al proceso de alfabetización escrita, significa un acumulado teórico y metodológico que podría haberse vivido en Brasil, si el MCP y la Pedagogía del Oprimido hubieran tenido tiempo de desarrollarse, en paralelo al desarrollo del Teatro del Oprimido, por ejemplo. La intención de los integrantes del MCP y del gobernador de Pernambuco y pre-candidato a la presidencia de la república Miguel Arraes era nacionalizar la experiencia asimilándola al Plan Nacional de Educación (PNE).

El hecho de que el Teatro del Oprimido y las experiencias como ALFIN sean casi por completo desconocidas en las universidades, dice mucho del proceso de negación y olvido de la memoria de los métodos, formas y procesos forjados por la clase trabajadora en busca de su emancipación. En ese sentido, uno de los efectos de las derrotas políticas es la expropiación de la memoria de los perdedores. Retirar del horizonte estratégico la perspectiva de la revolución fue una de las principales conquistas de la clase dominante.

En las últimas décadas las condiciones objetivas para retomar las experiencias inspiradas en las luchas del pasado se han establecido ante el desafío de contraposición al modo de producción capitalista. Ante el contexto de la segunda década del siglo XXI, de rupturas de pactos conciliatorios, marcado por la profundización de la lucha de clases, y por la derrota de los gobiernas de centro-izquierda y de izquierda popular en América del Sur, por elecciones regulares o por golpes, el debate sobre la relación entre arte, política y compromiso, entre cultura política y organización social, gana una nueva dimensión y nuevas tentativas de articulación entre clases, de formación política y estética. Recoloca el debate sobre el legado de las experiencias anteriores. De ellas podemos extraer dos lecciones inmediatas:

– Los procesos revolucionarios dependen de la construcción de una cultura política revolucionaria;

– La concepción soviética y leninista como medio de educación masivo de las clases trabajadoras, que consistía en la síntesis, “informar, formar y organizar” fue retomada en diversos contextos y actualmente se vuelve nuevamente necesaria para las luchas sociales anti-capitalistas.

Para la mayoría de las experiencias que estudiamos, más importante que el poder humanizador de la obra de arte en sí, es la cualidad de la relación permanente establecida entre las organizaciones y los trabajadores, tal como señala Bernard Lupi en el ensayo “Agitprop: una cultura política vivida”: “La intervención debe ser políticamente adecuada a la situación política en cuestión. Eso requiere un análisis serio de la situación y exige de los militantes una formación política. Las discusiones y las sesiones de trabajo contribuyen mucho para eso. Esa formación política es tan importante que los agitpropistas no consideran haber alcanzado su objetivo cuando efectúan su intervención. Por el contrario, la intervención es el medio de lanzar la discusión con los obreros. Después de la intervención ellos deben ser capaces de llevar el debate, de responder las preguntas, de justificarse, de explicar la selección de uno u otro argumento” (2015, p. 105).

Lupi resalta el carácter formativo y emancipatorio proporcionado por la experiencia de compromiso de los militantes en los coletivos de agitprop que analizó, destacando que más allá de las obras, y de las manifestaciones culturales, el agitrop se constituía como una nueva cultura política vivida:

“El arte de agitprop es menos la creación de obras que la creación de eventos. El agitprop desmistifica el arte tradicional orientando todos los procesos para fines políticos. El agitprop descubre toda una serie de posibilidades que el proletario ignora debido a la división capitalista de trabajo que mutila al hombre. La sociedad burguesa oprime toda personalidad, sofocando el nacimiento de toda creatividad, de toda intención creadora, de toda reflexión, de toda idea, sobretodo aquellas que conducen a la organización para destruir este sistema de explotación. Más allá de eso, en ese contexto, el agitprop es un golpe violento contra el orden establecido. Él afirma por su práctica que la clase trabajadora es capaz, con muy pocos medios, pero con toda su inteligencia, de construir un arma que escape al sistema. El demuestra cuán artificial y engañosa es la barrera entre la política y la cultura llamada “neutra”, eterna y universal. La cultura trabajadora es la política de la clase trabajadora; es tarea de todos. La cultura obrera es la vida del proletariado con todos sus valores y su objetivo es la supresión de las clases, la abolición de la explotación del hombre por el hombre. Integrando un grupo de agitprop, el proletario se descubre intelectualmente, se deshace de las nociones burguesas de arte y de cultura; él rompe su cáscara de obrero donde la burguesía quiere aprisionarlo; él retoma el control de sí mismo, de su cuerpo y de su espiritu.

En consecuencia, el agitprop es más el surgimiento de una nueva cultura vivida que una manifestación cultural. Ella se apoya sobre el intercambio de experiencias y no sobre la transmisión de una nueva cultura que debería ser elaborada fuera de la clase trabajadora y pretendidamente para su causa. El agitprop es una cultura en construcción, una manera de vivir que intenta devolver a cada uno su individualidad. Es una cultura que definitivamente no es fija pero que se cuestiona incesantemente, que vive con la clase trabajadora, por y para ella. Ella será victoriosa sólo si la clase trabajadora gana las batallas en que se compromete" (2015, p. 120).

* Profesor de la Universidad de Brasilia e investigador de los grupos “Tierra en escena y en la tela: teatro e audiovisual en la educación del campo” y “Modos de producción y antagonismos sociales”. Integrante de la coordinación de la Escuela de Teatro Político y Video Popular del Distrito Federal (ETPVP-DF).

Referencias bibliográficas:

BRECHT, Bertolt. O caráter popular da arte e arte realista. Revista de Cultura do Ocidente – ECO. Nº 85-86. Lisboa: Editorial Presença: maio-junho de 1967.

LUPI; Bernard. O agitprop: uma cultura política vivida. In Agitprop: cultura política. São Paulo: Expressão Popular, 2015.

VILLAS BÔAS, Rafael Litvin. O cinema como força de ativação: Cabra marcado pra morrer e o legado de nossa tragédia. In Revista Crítica Marxista nº 28, 2009. Link: https://www.ifch.unicamp.br/criticamarxista/arquivos_biblioteca/comentario36artigo6.pdf

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