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  • Jacobo Calvo Rodriguez*

La izquierda ante el populismo: ¿we the left o we the people?


1. El atávico populismo

Populismo es un término polémico. Unos y otros lo utilizan como arma arrojadiza para atacar a sus adversarios políticos. Es un término del que todo el mundo quiere huir para no verse a sí mismo como aquel irresponsable que, o bien promete lo que no puede otorgar; o bien practica un gobierno basado en las dádivas y el clientelismo y por tanto no respetaba las instituciones liberales ni su supuesta neutralidad.

Se ha intentado posicionar también el populismo como una fase histórica de América Latina en la que predominaba el autoritarismo, se inspiraba en el fascismo y cooptaba a la clase trabajadora de su destino socialista “natural” en una fase de transición de una sociedad tradicional a una sociedad moderna coincidente con el propio nacimiento de la sociedad de masas. Su programa estaría basado en una clave desarrollista industrial (Industrialización por Sustitución de Importaciones) y en el proteccionismo, así como una clara voluntad redistribuidora de la riqueza nacional (aunque fuese en forma de dádivas).

Claros ejemplos serían Lázaro Cárdenas en México, Juan Perón en Argentina, el APRA en Perú con Raúl Haya de la Torre a la cabeza, Getúlio Vargas en Brasil o incluso el gaitanismo colombiano el político del Partido Liberal Jorge Eliécer Gaitán.

Sin embargo, esta idea de populismo como fase histórica cayó en el olvido cuando personajes de la infame talla de Abdalá Buccaram, Carlos Ménem o Alberto Fujimori se hicieron cargo de sus respectivos gobiernos bajo la etiqueta de “neopopulistas”. Del mismo modo, la oleada de “populistas de izquierdas” en la década de los 2000 en Bolivia, Argentina, Ecuador y Venezuela, ponen en entredicho que el populismo tenga como tal una matriz ideológica que le es insalvable.

Descartado ese significado basado en cuestiones empíricas --si es que importan las “evidencias” nítidas en el mundo humano-simbólico-cultural--, nos queda por tanto únicamente la cuestión del arma arrojadiza como la única plausible, la cual lleva aparejada un significado discursivo.

2. El pueblo como actor político y el conflicto como política

Esta arma arrojadiza sería por tanto una cuestión discursiva. Pero no debemos entender lo discursivo únicamente como una cuestión de “lo que se dice”, sino como el conjunto simbólico que hace que consideremos que hacer-decir tal o cual cosa es legítimo o ilegítimo. En consecuencia no habría criterios de clase o ideológicos para definir el populismo, sino que se trataría de una construcción de la realidad política. En definitiva, la hegemonía de Gramsci sin el criterio de dominación de clase como central.

Laclau, en La razón populista (2005), define el populismo como aquel discurso que tiende a construir la comunidad política en base a un "ellos" y un "nosotros" con intereses completamente divergentes, opuestos e irreconciliables. Esa frontera entre "ellos" y "nosotros" aparece representada de manera muy nítida en discursos del populismo clásico como los del peronismo, donde el sujeto "pueblo" (mayoritario) está enfrentado a la "oligarquía" (minoritario).

De hecho, plantea algo más importante: la reproducción del actor político “pueblo” se encuentra en todas las hegemonías políticas, aunque sea la representación de “una totalidad fallida, (…) una plenitud inalcanzable”[1]. Una ‘parte’ sería la representante de un ‘todo’ siempre. Aunque esa representación nunca sería completa, ya que siempre habrá conflictos. Sin conflicto no hay política, habría administración pura.

Laclau va un poco más allá en su teorización y no solo plantea el populismo como la diferencia identitaria, sino que la reproducción del actor político pueblo, al ser el corazón en el que se asienta toda hegemonía, es precisamente desde donde se rompería una hegemonía dominante para dar paso a otra nueva “realmente” representante del pueblo.

Para que esta operación populista tuviese éxito, un actor político debería agenciarse otros significantes vacíos (esto es, sin definición a priori) como “pueblo”. Los tradicionales serían “democracia”, “igualdad”, “libertad”…. Así ocurrió en 1917 cuando Lenin prometía “Paz, Pan y Trabajo”. O en las declaraciones independencia de los EE.UU. y de Venezuela, donde es “el pueblo americano” quien declara terminar con “la tiranía”. Todos ellos cambios hegemónicos sin lugar a dudas y a través de significantes vacíos.

Por ejemplo, el “pueblo uruguayo” se constituye nacionalmente en oposición a Brasil y Argentina; y a la interna en una oposición al “populismo” peligroso para el orden republicano. En otras épocas ese exterior constitutivo fue el “marxismo-leninismo” o más atrás, la rebeldía del gaucho.

Personalmente, no considero que esto sea del todo cierto. La construcción del pueblo como actor político y su reproducción en el mantenimiento de cualquier orden, sin duda es un punto de vista estimulante. Posiblemente sea una condición sine qua non del cambio hegemónico y de toda hegemonía vigente, pero no la única condición. Desde mi punto de vista, hace falta también crear un discurso de institucionalidad nueva/vigente. Un discurso igual de conflictivo entre racionalidades pero de corte más racionalista y tecnocrático. No solo hace falta una identidad popular o populista, sino una identidad “neutral” (aunque la neutralidad siempre es ideológica) en la que la mayoría se sienta identificada por no representar una identidad partisana. Pero este es otro tema que no pretendemos tocar acá. Simplemente pretendemos hacer una reflexión sobre el populismo como tal.

3. Establishment y antiestablishment: populismo de actualidad

A día de hoy nos encontramos con movimientos políticos nuevos capaces de desequilibrar sistemas de partidos o sistemas políticos al completo. Podríamos calificarlos de “antiestablishment” (es decir, antioligárquicos). Por otro lado, se encontrarían los defensores del establishment.

No se trata de efectivamente comprobar si el antiestablishment lo es “realmente”, sino de dar cuenta de una retórica que recorre esos nuevos movimientos en clave populista. De hecho, la oligarquía es un significante tan vacío como el de “pueblo” o “libertad” y, por tanto, en ella se pueden encarnar fantasmas no solo de clase sino otros innumerables. Pongamos un ejemplo.

Donald Trump, parte del antiestablishment y multimillonario oligarca al estilo Berlusconi, no es que suponga un peligro para la propiedad privada o la acumulación demencial del capital del presente. Su “traición” al “pueblo” en ese sentido nos podría parecer evidente, sin embargo el “establishment” de Trump nunca tuvo un significado unívoco de clase. Había unas connotaciones culturales mucho más profundas en la cultura norteamericana.

En primer lugar era el oligarca nacional que no se había vendido a la oligarquía financiera transnacional, verdadero objeto de crítica trumpiana aunque Wall Street haya subido como nunca desde que Trump es presidente. Precisamente porque su retórica de “order and law” no supone ningún peligro, todo lo contrario.

En segundo lugar, el establishment según Trump era cosmopolita, abierto al mundo, a la teoría queer y de género biempensante y moralista que reflejaba cierta distinción aristocrática sobre el vulgo retrógrado.

En tercer lugar, y ligado con el anterior, hay un componente geográfico: por un lado se criminaliza a los inmigrantes o a los no blancos (como se venía haciendo veladamente). Por otro lado, la Costa Este y la Costa Oeste con Nueva York y Los Ángeles como símbolos totémicos, se gustan al verse a sí mismas como esos centros cosmopolitas en oposición a los estados del centro, a los que se denominaba como “fly over states” (“estados sobre los que volar”) en referencia a los aviones que había que tomar para ir de punta a punta sin tocar esa masa retrógrada del medio.

Si a todo ello le sumamos la tradicional cultura antiestablishment de los EE.UU. y la interiorizada distancia hacia los malditos burócratas de Washington, tenemos el contexto perfecto para que la oligarquía encarne muchos más males que los de clase, por eso lo de “significante vacío”. Males que sin duda son vividos aunque se hayan canalizado hacia un exterior constitutivo que construye un actor “pueblo” ideológicamente ultraderechista. Tristemente, no se quiso dar una respuesta populista a todas estas problemáticas desde la izquierda y se puso al establishment más intolerante y burocrático como adversario del populismo: Hillary Clinton.

Esto mismo es lo que ocurre en una Europa autopercibida como decadente que busca por todos los medios creer en un futuro sin expectativas y que da vueltas en círculos sobre sí misma “girando hacia la libertad”, como decía el extraterrestre Kodos en aquel memorable capítulo de los Simpson en el que se presentaba a las elecciones contra su doble alienígena, Kang. De ahí el resurgimiento del populismo que camina hacia la derechización autoritaria por incomparecencia del rival, es decir, de la izquierda. Y cuando las cosas no salen como deberían y el adversario populista comparece como en España o Grecia, se lamina toda posibilidad de cambio social progresista. En Grecia mediante la creación de facto de un protectorado sin soberanía donde es indiferente el resultado democrático de un referéndum contra los planes de rescate europeos. En otra época, esto hubiera supuesto una guerra. En España, el establishment europeo está poniéndose del lado de Mariano Rajoy en la cuestión catalana a sabiendas de que un referéndum favorecería la posición de Podemos, quien lleva defendiendo esa solución para Cataluña desde su nacimiento. La última decisión del gobierno es borrar del mapa el autogobierno de la región y amenazar con lo mismo a otras regiones díscolas gobernadas por fuerzas alternativas.

Y aquí entramos en la otra pata de la reflexión. El establishment también se está volviendo cada vez más intolerante con las amenazas a su hegemonía, tomando formas cada vez más autoritarias que lo mismo pueden llevar a un golpe de estado en Brasil, a una guerra civil en Venezuela o al que parece el primer asesinato de estado en Argentina de la era democrática. La tesis de que Maldonado huyó y se ahogó en el río sin saber nadar carece de toda lógica.

Al establishment ya no le valen siquiera gobiernos de izquierda que al fin y al cabo no suponían un peligro inminente. Al revés. Fueron bien moderados a la hora de tomar decisiones y simplemente se contentaron con repartir los beneficios, que no la riqueza. Los sectores oligárquicos no están permitiendo ni el más mínimo movimiento alternativo y el armisticio con la izquierda parece que lo están rompiendo. Caminamos hacia un mundo más conflictivo donde el discurso del consenso y la harmonía social comienzan a desmoronarse.

4. En definitiva: ¿we the left o we the people?

Como dice Perry Anderson, hay que admitir que la izquierda parte de una derrota histórica a partir de la década de los ’80 con Margaret Thatcher y Ronald Reagan al frente. El fracaso de la alternativa de François Mitterrand de un gobierno de concentración con comunistas y un programa muy escorado a la izquierda que contemplaba la nacionalización de la banca se hizo patente al poco de comenzar su mandato. La caída del Muro de Berlín no hizo sino poner la puntilla al gran triunfo del neoliberalismo y del Consenso de Washington. Tras de sí, el partido comunista más fuerte de Occidente, el italiano, admitió sentirse seguro bajo el paraguas de la OTAN y el Tagentópolis puso la guinda del pastel haciéndolo desaparecer. Silvio Berlusconi fue presidente después.

Todo ello dejó paso a una izquierda desorientada que mayoritariamente se echó en brazos de lo que parecía la última salida para mantenerse en la pugna por el gobierno: admitir la ideología de la Tercera Vía propuesta por Tony Blair y posteriormente por el SPD alemán, contagiando las llamadas “transiciones a la democracia” y a la izquierda de los países de habla hispana víctimas de la Operación Cóndor. Así, esta izquierda comenzó a mirar con vergüenza su pasado y jurar y perjurar que eran demócratas, esto es, a no condenar implacablemente sus dictaduras antidemocráticas para buscar hueco electoral.

Así, los discursos y símbolos tradicionalmente izquierdistas han perdido vigencia más allá de la nostalgia aunque intelectualmente sigan enormemente de actualidad.

Pues bien, ese mundo en que solo la izquierda estaba en crisis se encuentra ahora en crisis también. Mientras, en la izquierda continuamos con nuestros debates rococós mirándonos el ombligo o lo apuesta todo al discurso de la diversidad y la diferencia perfectamente asumible por el discurso liberal de nuevo cuño que quiere, efectivamente, más libertad individual. La iglesia Católica también parte de una derrota histórica. No es casual que se nombre al primer Papa no europeo desde Gregorio III en el 731.

De esta manera, en la izquierda no tiene la voluntad de crear un universal alternativo, un proyecto de comunidad. Desde luego, podríamos hacerlo teniendo en cuenta precisamente que ese universal siempre será fallido y sin caer en la trampa de hacer de nuestra totalidad totalitarismo. Es decir, teniendo en cuenta que la totalidad es siempre fallida y no la encarnaremos, pero es necesaria. Hoy en día, casi que ser republicano y demócrata en el sentido fuerte del término, es revolucionario.

De momento, los populistas de derechas nos llevan una enorme ventaja y el establishment es perfectamente compatible con ello como lo fue el fascismo con Siemens. Por tanto, sí: we the people.

 

* Jacobo Calvo Rodriguez es español residente en Montevideo, periodista de opinión y militante de Podemos. Actualmente prepara su doctorado en Teoría Política.



[1] p. 94 de La Razón Populista, lectura que aconsejo encarecidamente y que aquí es resumida de una manera muy somera.

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