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  • Andrés Donoso Romo*

El movimiento estudiantil chileno en la frontera del neoliberalismo

Imagen: Pintura mural en Valparaíso (Chile)

Cualquier persona que acompañe los acontecimientos políticos y sociales que vienen sucediendo en Chile en las últimas décadas concordará con la apreciación de que el momento actual que vive el país es crucial. Y es que después de un prolongado período de instalación y consolidación del neoliberalismo, proceso mediado por un conjunto de dispositivos autoritarios, la persistente lucha de un movimiento social ha creado las condiciones necesarias para que hoy diversos actores se vean obligados a preguntarse por la idoneidad de este ordenamiento.

Desde principios de la década de 1980 el estudiantado no ha parado un solo año de protestar. En los ochenta su energía la canalizó, como lo hicieran tantos actores sociales, en acabar con la dictadura. En los noventa protestó, entre otros asuntos, para que se incrementaran los recursos públicos destinados a la educación superior. Y en lo que va corrido del siglo XXI la exigencia por más recursos la complementó con un posicionamiento crítico con respecto al entramado político-ideológico que sustenta al modelo educacional. El primer gran alzamiento estudiantil donde se verificó esta postura fue en 2006 y estuvo liderado por los/as estudiantes secundarios/as. Huelga que se desactivó cuando el gobierno prometió crear una instancia donde se discutirían sus exigencias y se viabilizarían soluciones. ¿Resultado? Más allá de algunos modestos aumentos en el presupuesto público del ramo, lo único que se consiguió fue profundizar esa educación de mercado que tanto se criticaba –lo cual redundó en que se ahondara el descontento en el estudiantado–. El segundo gran alzamiento estudiantil donde se expresó esta nueva concepción fue en 2011, movimiento liderado ahora por universitarios/as. Una protesta, muchos/as la recordarán, que alcanzó tal magnitud que trascendió inclusive las fronteras nacionales para acaparar titulares en los más disímiles rincones del globo.

¿Por qué una parte de la población chilena se levantó con tanto ímpetu? ¿No era que en Chile se vivía tan bien? ¿No era éste el país que los especialistas no se cansaban de apuntar como ejemplo de estabilidad y éxitos económicos? Las respuestas ensayadas en Chile, ese 2011, se aglutinaron en torno a tres posiciones: negación de los problemas que causaban el malestar social, reinterpretación acomodaticia del movimiento para mostrarlo como una señal positiva y análisis estructural de sus causas. Así, mientras para algunos la protesta estudiantil era un sinsentido nacido de la noche a la mañana gracias a los caprichos de agitadores profesionales, un discurso al que se han enfrentado todos los grandes movimientos estudiantiles de América Latina en los últimos cien años. Para otros era una evidencia más de que se estaban haciendo bien las cosas, pues el mismo tenor de las exigencias demostraba que otros asuntos más básicos habían sido ya resueltos.

Y para otros obedecía a que parte importante de las familias del país se estaba asfixiando económicamente por los altos costos que debían asumir para solventar la educación superior de sus hijos/as, una situación que desde la década de 1980, con la contracción del financiamiento público a la educación, viene agudizándose.

Pero la protesta estudiantil de 2011 no solo fue un asunto de números o de montos. En su trasfondo, como bien repara Fernando Atria (1), se encontraba una crítica mordaz: habíamos construido un sistema de educación superior profundamente desigual donde las universidades destinadas a los sectores dirigentes coexistían, sin tocarse, con las que atendían a los sectores medios y también, aunque en mucho menor medida, a los sectores populares. Un sistema universitario que permitía que el individualismo y la competencia funcionaran tan a sus anchas que a nadie parecía incomodarle el hecho de que en algunos/as estudiantes se invirtieran montos ostensiblemente más abultados que en los/as demás, ni que algunas familias pagaran por las mejores universidades para sus hijos mientras otras solo podían acceder a instituciones de dudosas pretensiones luego de apelar a las políticas asistencialistas que en la materia impulsa el Estado y, en la mayoría de los casos, a la estrecha “mirada social” de la banca privada. Escenario que hizo, como todavía hoy lo hace, que una fracción no despreciable del estudiantado enfrente sus estudios en desmedradas condiciones toda vez que debe trabajar para apoyar económicamente a sus familias y pagar los créditos. Una situación que muchas veces adquiere tintes dramáticos cuando la asfixia económica obliga al estudiante a desertar de la universidad, dejándolo sin título y sí con una abultada deuda.

Con su protesta el estudiantado le hizo ver a la sociedad que si se seguían tolerando estos absurdos acabaríamos perdiendo la vergüenza, la dignidad y, lo que es aún más grave, la capacidad de soñar con futuros distintos. Y cuando se anota “futuros distintos” no se refiere solo a que fueran mejores, más abundantes o más llevaderos, sino también a unos donde cada quien pudiera sentirse parte de una sociedad que se preocupa por entregarle las mejores oportunidades a sus integrantes. Una sociedad que pueda operar como un símil de colectividad o, más ajustadamente, como una gran familia.

Las exigencias concretas que terminaron dando su sello a los últimos movimientos, sobre todo al de 2011, fueron dos: poner fin al lucro en las instituciones de educación superior y que la educación superior fuera gratuita. La primera refiere a que las universidades dejen de comprenderse como meras actividades económicas en busca de ganancias, para pasar a comprenderlas como actividades de interés público orientadas por una amplia gama de criterios. La segunda hacía alusión a que el Estado asumiera la responsabilidad de sustentar los estudios universitarios, una función que hasta antes de la dictadura sí desempeñaba. Ambas demandas, miradas integralmente, muestran que el estudiantado no viene defendiendo intereses gremiales, como lo sería el exigir más becas o mejores créditos. Su lucha tiene que ver con cambiar el paradigma imperante en educación, con reinstalar a la educación universitaria como un derecho y, en el mismo movimiento, investir al Estado como su garante.

El gobierno, luego de cinco años de concluido el movimiento de 2011, ha dado una respuesta oficial a estas exigencias. A principios de julio de 2016 la presidenta de la república envió al parlamento un Proyecto de Ley de Reforma a la Educación Superior (2) donde, en lo fundamental, se refrenda el sistema universitario mixto que existe en el país –compuesto por instituciones estatales que reciben aportes públicos, instituciones privadas que reciben aportes públicos e instituciones cien por ciento privadas–, ratifica la prohibición de lucro en la educación superior y amplía gradualmente el universo de estudiantes que podrán estudiar a expensas de las arcas fiscales.

Como era de esperar las dudas que ha levantado el proyecto son muchas. Mientras unos desconfían de las intenciones de sus proponentes, otros sospechan de la idoneidad de las medidas. Los primeros lo cuestionan por entenderlo como una propuesta que solo busca aparentar que se está cambiando para que al final nada cambie. Los segundos lo critican por considerar que se verán disminuidos sus márgenes de ganancias al fortalecerse la regulación del “mercado” universitario. No es el momento de ahondar en estos cuestionamientos, ni tampoco el de evaluar la justeza de sus postulados. El punto es remarcar que el país vive un momento crucial donde por primera vez, en muchas décadas, no solamente el estudiantado asume que la educación superior está en crisis.

Para no dejar espacio a malas interpretaciones se subraya que, hasta antes de este proyecto, los logros que había cosechado el movimiento estudiantil solo habían sido simbólicos (entre ellos el más importante es que pusieron punto final a interminables lustros en que parecía que el país no transitaba a ninguna parte y en que el neoliberalismo no hacía más que agrandarse, profundizarse, afianzarse). Ahora, no obstante, se abre un escenario cualitativamente diferente pues hay un Proyecto de Reforma a la Educación Superior que se puede leer como una declaración de intenciones de una parte de la clase política y, al mismo tiempo, se puede asumir como un hito sobre el cual disentir, discutir y construir. Y aunque es sabido que en el parlamento todo proyecto de ley puede ser modificado hasta volverlo irreconocible, también es cierto que depende del conjunto de la sociedad, principalmente del movimiento estudiantil, hacer que este proyecto florezca en medidas concretas a favor de un sistema educacional donde los intereses colectivos se impongan a los particulares.

Lo difícil no es destruir al Proyecto de Ley de Reforma a la Educación Superior, un camino que invariablemente nos dejaría tal como empezamos, aunque algo más cansados/as, algo más desilusionados/as. El desafío es tratar de mirarlo en perspectiva para así sopesar si es un avance que haya un subsidio estatal que cubra el 100% de los costos educacionales para los/as estudiantes universitarios/as con una situación económica más delicada y para evaluar si es una señal positiva que se trate a las universidades estatales y a las privadas con la misma deferencia pero con políticas diferenciadas. Lo que toca, en resumidas cuentas, es persistir en los debates para determinar cuáles son los mejores caminos para avanzar hacia la gratuidad universal, para determinar los mecanismos más idóneos para impedir de manera eficaz el lucro en todas las instancias educacionales –no solamente en aquellas financiadas con recursos públicos– y para conseguir que las universidades aborden los problemas sentidos como relevantes por el conjunto de la población. Dicho de otra manera, hoy Chile se encuentra frente a una de las fronteras del neoliberalismo, ella se puede empujar como se ha venido haciendo en las últimas tres décadas o, soberanamente, traspasarse.

* Investigador del Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Playa Ancha (UPLA), Valparaíso, Chile.

Notas

(1) Fernando Atria, La mala educación: ideas que inspiran al movimiento estudiantil en Chile, Santiago: Catalonia, 2012.

(2) Bachelet, Michelle; Valdés, Rodrigo; Eyzaguirre Nicolás y Adriana del Piano. Proyecto de Ley de Educación Superior, 4 de julio de 2016. Véase:

https://www.camara.cl/pley/pdfpley.aspx?prmID=11019&prmTIPO=INICIATIVA

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