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Marcelo Lafón*

América Latina: Los desafíos de los trabajadores de la educación en el siglo XXI

Imagen: "Alfabetización", Diego Rivera (1928)

“Hoy, el militante no puede pretender ser un representante, ni siquiera de las necesidades humanas fundamentales de los explotados. Por el contrario, hoy la militancia política revolucionaria debe redescubrir la forma que siempre le fue Propia: no la actividad representativa, sino la actividad constituyente. La militancia de hoy es una actividad positiva, constructiva e innovadora. Esta es la forma en que hoy nos reconocemos como militantes todos aquellos que nos sublevamos contra el gobierno del capital”.

(Toni Negri & Michael Hardt)

Escuela y sociedad disciplinaria

El sistema educativo resultó ser una de las formas que, en su desarrollo histórico, el capitalismo encontró para consolidar e irradiar su hegemonía cultural sobre el conjunto social. En las formas clásicas que le supimos conocer, la escuela aparece como una de las instituciones disciplinarias del orden burgués. Una escuela pública como sinónimo de estatal que introduce en el mundo capitalista, entre fines del siglo XIX y principios del XX, la obligatoriedad escolar; obligatoriedad escolar que debe ser entendida como estrategia de consolidación hegemónica político-cultural de la burguesía, en combate, muchas veces, contra la cultura propia de las clases trabajadoras (que en muchos países, habían desarrollado sus propios circuitos educativos).

Como muy bien señalan Alvarez-Uría y Varela: “Emerge pues la escuela fundamentalmente como un espacio nuevo de tratamiento moral en el interior de los antagonismos de clase que durante todo el siglo XIX enfrentan a la burguesía y a las clases proletarias: escuela que no era posible al comienzo del capitalismo en virtud de una imposibilidad material en la época del laissez faire: el trabajo infantil. La imposición de la escuela pública es el resultado de estas luchas y supone cerrar el paso a modos de educación gestionados por las propias clases obreras” (1) (cursivas nuestras). Por ello, nunca resultará excesivo subrayar una y otra vez, junto a los autores, que la escuela debe entenderse en el proceso de inserción ideológica de las clases trabajadoras en el orden social burgués.

Al respecto, es importante observar cómo, en un mismo proceso histórico, se van modelando las dos instituciones de nuestro disciplinamiento infanto-juvenil: (a) la familia nuclear, como centro de producción de tareas domésticas necesarias para la reposición de la fuerza productiva afuera y para atender al desarrollo de nuevos brazos (incluso, aunque no se materialice totalmente, se constituye en un ideal a alcanzar mediante una especie de reflejo ideológico); (b) la escuela estatal, convertida en moderna maquinaria pedagógica, apropiándose jurídica y masivamente de la función educativa.

Y es que la alfabetización masiva, llevada adelante tanto en Europa como en los países americanos en el mismo período histórico, responde a los proyectos políticos del estado-nación que desplegaron las respectivas clases dominantes. Como tal, son procesos de alfabetización que remiten a los postulados ideológicos del capital (más allá que las prácticas docentes en el aula puedan abrir otras perspectivas en la representación del mundo y la sociedad).

Y esa hegemonía burguesa va a requerir, entre otras cosas, de un acrecentamiento de los saberes sobre el cuerpo (saberes psíquicos, médicos, físicos) que redundará en el dominio de los mismos para lograr así una doble finalidad: lograr el aumento de la capacidad corporal en términos de productividad, acrecentando al mismo tiempo, la sujeción disciplinaria de esos cuerpos. Al decir de Foucault: “La “disciplina” es un conjunto de técnicas de control corporal que cuadriculan el espacio, el tiempo y los movimientos del cuerpo humano. La disciplina es un tipo de poder por el cual la fuerza del cuerpo es reducida con el mínimo gasto como fuerza política y maximizada como fuerza útil. Así se convierte en un dispositivo de poder”(2).

Es este un ejercicio continuo del poder que sirve al propósito de vigilar, controlar y normalizar a los individuos mediante una serie de dispositivos que, castigando para corregir, penalizan la desviación de la regla y trazan el límite de lo bueno y lo malo, lo normal de lo anormal, no sólo en la familia, sino también en la escuela, preparando a esas personas para… ¡el trabajo! El tándem familia-escuela como dispositivos institucionales que aseguran y refuerzan la provisión de cuerpos disciplinados para la inserción laboral. Una estrategia tendiente a masificar el sustrato disciplinario de la sociedad capitalista mediante la proliferación de lo que el mismo Foucault denominó “instituciones de secuestro” (familia, escuela, fábrica, cárcel, asilo, hospital).

Escuela y posmodernidad (capitalista)

Ahora bien, lo anterior es válido para caracterizar ciertos aspectos del capitalismo vigentes hasta hace un cuarto de siglo atrás, poco más, poco menos. Y es que, en una etapa histórica donde la valorización mercantil alcanza los aspectos más íntimos de la vida humana, el capital ya no requiere de las instituciones disciplinarias que producían subjetividades centradas en el ámbito escolar, familiar, laboral, según correspondiera.

Esas instituciones ahora se re-significan siguiendo las características fragmentadas, fugaces y lábiles que requiere la valorización de la mercancía en el siglo XXI. La aceleración del tiempo y la compresión espacial adquiridos en la producción, circulación y consumo de la mercancía requiere de subjetividades, ya no alienadas (o tan solo), sino más bien fragmentadas en tiempos y espacios en constante modificación; fragmentos subjetivos que, como tales, sólo encuentran “sentido” en el consumo siempre volátil y errante en busca de la última novedad.

La manufacturación de estas nuevas subjetividades sociales se traslada al ámbito escolar, en especial, mediante la cultura de la imagen. Y en ello, los medios de difusión(3) cumplen un papel relevante. Los medios de difusión, en especial, la televisión, se han convertido en un sistema público de referencia creando un léxico mundial de imágenes, de íconos y de sentidos. Así, los medios ya no sólo manipulan y distorsionan los datos de la realidad(4) sino que inventan nuevas realidades cuando crean sentidos desde lo político y lo moral (y esto se lleva a cabo atravesando todas las edades y clases sociales).

Esto afecta gravemente uno de los cimientos pedagógicos de la institución escolar, tal era el acceso al conocimiento mediante la lectoescritura. ¿Por qué? Porque la realidad indica que ya estamos en presencia de lo que Franco Berardi señala: “Por primera vez en la historia humana, hay una generación que ha aprendido más palabras y ha oído más historias de la televisión que de su madre”(5). A partir de acá, como mínimo hay que señalar que el lenguaje conceptual (abstracto) tiende a ser reemplazado por el lenguaje perceptivo (concreto) que es más reducido en cuanto a cantidad de palabras y, potencialmente, en riqueza de significados. Este empobrecimiento lingüístico resalta más por el escaso acceso de niños y jóvenes a otros tipos de lenguajes como podrían ser las expresiones artísticas. Lejos de ello, lo que prima es la imagen televisiva y como dice Sartori: “con la televisión nos aventuramos en una novedad radicalmente nueva. La televisión no es anexo; es sobre todo una sustitución que modifica sustancialmente la relación entre entender y ver … ya que la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella nuestra capacidad de entender”(6).

Y los niños y jóvenes que arriban a nuestras escuelas se encuentran permeados por esta cultura de la imagen; una cultura de la imagen que facilita una aprehensión emotiva y veloz de la realidad, pero que por su propia fugacidad y evanescencia torna ininteligible esa realidad, más allá de la primera reacción pasional. Y es que la imagen despierta sensaciones epidérmicas pero no conlleva una traducción racional. Esto se expresa en el ámbito educativo por una fuerte tendencia presente en niños y jóvenes que muestran un vocabulario sensiblemente reducido y empobrecido respecto a generaciones anteriores: con aproximadamente 300 palabras pretenden dar cuenta del mundo y la sociedad en que viven. Vaciamiento y empobrecimiento del lenguaje como marco general en el que batallan diariamente los docentes intentando preservar las competencias cognitivas, estéticas y éticas, al considerar el lenguaje, justamente, no solamente como la capacidad de comunicar/se sino también como un lugar que expresa, construye y refuerza determinadas relaciones de poder.

Estamos en presencia de un habla colonizada por los dispositivos mediáticos. Y esto implica que las modalidades de aprendizaje, memorización e intercambio lingüístico se modifican cuando las tecnologías alfabéticas dan paso, y hasta pretenden ser reemplazadas, por las tecnologías digitales, ya que a la progresividad, secuenciación y concentración propios de la cultura escrita se le opone, ahora, la atención flotante, lábil y configuracional del joven telespectador.

Caída su función pedagógica, los espacios-tiempos escolares se ven invadidos por una subjetividad mediática que devuelve una inusitada actualidad a aquella afirmación de Deleuze y Guattari: “El capitalismo necesita analfabetos”(7). Formulada hace más de cuarenta años, la validez de dicha frase se constata diariamente en todos los ámbitos y, paradójicamente, también en aquel espacio que fuera creado expresamente en el marco de una política alfabetizadora de clase: la escuela.

Esa realidad escolar de hoy en día, donde el lazo institucional ya no está armado por intereses comunes sino más bien por las rutinas establecidas, sin una significación colectiva y una subjetividad común, junto a las nuevas formas familiares y la omnipresencia mediática, se conjugan e inscriben dentro de un nuevo sustrato bio-socio-cultural que señala el pasaje a la posmodernidad (capitalista).

En la medida que la escuela, degradada en su función epistemológica, no logre por parte de sus interesados instituir nuevos sentidos que vayan en la dirección de la emancipación de esa lógica mercantil, resultará totalmente funcional a la posmodernidad capitalista. Y ¿quiénes pueden estar más interesados que los propios trabajadores de la educación en dotar a su oficio de nuevos y emancipadores sentidos?

Dar clases es… ¡un acto político!

En esa tarea, los colectivos docentes deben avanzar desde las problemáticas cotidianas del aula y la escuela hacia políticas que no estén absorbidas por la lógica social del orden establecido; desplazar las políticas educativas instaladas y dar paso a políticas de emancipación que saquen al docente del lugar de víctima y le permitan producir autónoma y afirmativamente saberes, lenguajes e imaginarios. Y salir del lugar de víctimas requiere enfatizar menos las privaciones e imposibilidades cotidianas y elaborar más los sentidos que permitan imaginar alternativas ya que, si víctimas, nunca ponemos en disputa las propias prácticas y responsabilidades que nos caben. Repensar las formas concretas del trabajo en el aula para desarrollar prácticas educativas cuyos sentidos ya no sean demandados al Estado, sino elaborados por el propio colectivo docente. Animarse a pensar sin tutelas institucionales, creando espacios y tiempos colectivos más democráticos y horizontales que doten de nuevos sentidos a la escuela actual. Construir formas de acción sindical-política articuladas con una rigurosa reflexión teórica que pueda dar cuenta de los cambios y tiempos que nos tocan vivir.

En ese camino, resulta perentorio crear dispositivos de trabajo que se constituyan, no sólo como un fin sino como un medio que permita desear y crear en cooperación. Que el lugar de trabajo, la escuela, se convierta en una militancia que dé cuenta de una génesis social y política de otros lenguajes y saberes, otros conocimientos e imaginarios que construyan nuevas relaciones de poder. Hacia adentro, democratizando esas relaciones y hacia afuera de las escuelas, constituyéndose como una fuente de contrapoder informativo, valorativo, epistemológico. Cabe, dentro de las posibilidades cotidianas que se ofrecen a los trabajadores de la educación, la construcción y el desarrollo de nuevos regímenes de verdad de manera contrahegemónica a los existentes. Un poder otro de la verdad que visibilice otras historias, lenguajes y valores. Al decir de Foucault: “Hay que entender la verdad como un sistema de procedimientos ordenados para la producción, regulación, distribución y funcionamiento de enunciados. La “verdad” está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, a los efectos de poder que induce y la acompañan” y como él dice: “No se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder sino de separar el poder de la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) en el interior de las cuales funciona por el momento”(8).

Esto implica, por parte del colectivo docente, posibilitar que el pensamiento se haga política, afirmando que algo es posible allí donde sólo hay una declaración de imposibilidad. Al hacerlo, estaremos llevando a la práctica un verdadero acto político si por tal cosa entendemos aquella formulación de Badiou: “La política no es un medio. La política es afirmación. La afirmación de que otro mundo es posible. Y se puede afirmar que otro mundo es posible en un punto muy pequeño. No necesitamos cambiar el mundo para afirmar que otro mundo es posible. Necesitamos cambiar algo. Y hacerlo porque nos interesa hacerlo, porque queremos hacerlo”(9). Prácticas pedagógico-políticas que en las condiciones culturales del capitalismo tardío no pueden revestir sino un carácter emancipador de lo instituido, ya que toda aspiración menor sólo alcanzará el grado de gestionar lo existente (aún con un sentido “progresista”).

Y es que, al tiempo que ponderamos los logros alcanzados por los llamados gobiernos progresistas y aún revolucionarios en el continente, señalamos los límites estructurales no traspasados por los mismos; y uno de esos límites, a nuestro entender, ha sido la continuación y profundización de parámetros culturales de consumo, total y absolutamente funcionales a la lógica de la mercancía. Así, la divisoria entre las necesidades reales y concretas de las personas y las necesidades ficticias creadas mediante el fetichismo de la mercancía se diluyen de un modo tal que hasta las propias prácticas políticas se convierten en unas prácticas de consumo más. Y es que la lógica de la mercancía desarrolla subjetividades construidas sobre temporalidades en tiempo presente; es más, ni siquiera es un presente sino una suerte de estar en el consumo de objetos. Sobre ese sustrato cultural, avanza el marketing político convirtiendo la práctica política en una mercancía de consumo más (sin ética ni compromiso).

De modo que, la cultura así producida por las relaciones sociales capitalistas, se convierte en un campo de batalla más decisivo aún que la política; esto es así, en la medida que la disputa cultural que se libre desde el campo de las políticas de emancipación se dirija a la crítica radical de la lógica mercantil capitalista. Al dar cuenta de ese funcionamiento y realizar esa crítica, el planteo cultural emancipador se transforma decididamente en una posición política ya que debe dar cuenta de los fundamentos mismos, tanto materiales como simbólicos, del sistema. Es desde ahí, desde esa crítica anticapitalista que surge la posibilidad de elaborar nuevos proyectos colectivos de vida sustentados en una condición humana no mercantil. En esa batalla cultural, no cabe duda que los trabajadores de la educación -como trabajadores intelectuales- están en condiciones de asumir un papel relevante y significativo políticamente hablando.

Por ejemplo, yendo más allá de la premisa liberal que presidió buena parte de los sistemas educativos en América Latina: “formar ciudadanos críticos”; e ir más allá, implica plantearse como colectivo docente emancipador, la perspectiva de una democracia comunitaria que trascienda los límites de la democracia representativa burguesa y convierta así, lo público, en el espacio del interés y las necesidades colectivas donde me encuentro con el otro, y no con el Estado.

Se trata, ni más ni menos, que de la recuperación del oficio docente en términos político-culturales, con capacidad de poder social instituyente; asumirnos desde nuestro oficio como parte integrante y constructora de una nueva cultura política, como afirmación de que otra sociedad es posible allí donde se declara la imposibilidad de otra humanidad.

En ese camino, como trabajadores de la educación, y en el intento y deseo de hacer política hoy, recobramos aquel aserto foucaultiano sobre el papel de los intelectuales: “El papel de un intelectual no consiste en modelar la voluntad política de los demás sino en interrogar de nuevo las evidencias y los postulados, cuestionar los hábitos adquiridos, las maneras de actuar y de pensar, disipar las familiaridades admitidas y a partir de esta reproblematización (en la que desempeña su oficio específico de intelectual) participar en la formación de una voluntad política”(10).

* Profesor de historia en liceos públicos de la ciudad de Neuquén, Argentina. Militante la Asociación de Trabajadores de la Educación de Neuquén (ATEN). Artiguista.

Referencias

(1) Fernando Alvarez-Uría y Julia Varela. Arqueología de la escuela. La Piqueta, Madrid, 1991. Pág. 50

(2) Michel Foucault. Vigilar y Castigar. Siglo XXI, Bs.As., 1989,pág. 218.

(3) En un debate que permanece abierto, preferimos hablar de medios de difusión y no de comunicación, en tanto y en cuanto, entendemos a la comunicación como multidireccional, como proceso de producción de contenidos, estéticas y lenguajes, como diversa. No hay comunicación en la unidireccionalidad, y la información, siendo parte, no agota la comunicación.

(4) Complementariamente, puede afirmarse que no importa lo que los medios dicen sino lo que silencian.

(5) Franco Berardi.La fábrica de la infelicidad.Nuevas formas de trabajo y movimiento global.Traficantes de sueños, Madrid, 2003, pág. 18.

(6) Giovanni Sartori. Homo videns.La sociedad teledirigida. Taurus, Bs.As., 1998, pág. 36 y ss.

(7) Gilles Deleuze-Félix Guattari. El AntiEdipo.Capitalismo y equizofrenia. Paidós, Barcelona, 1985.pág.247

(8) Michel Foucault. Microfísica del poder. La Piqueta, Madrid, 1992, pág. 189

(9) Alan Badiou. Conferencia en la Ciudad de Rosario el día 24 de abril del 2000.

(10) Michel Foucault. Saber y Verdad. La Piqueta, Madrid, 1991,pp. 239-40.

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