Imagen: "La ronda de los presos", Vincent Van Gogh, 1890.
La sociedad ha devenido en una instancia articuladora de una pluralidad de territorios que descompone la trama de las interacciones y de los vínculos interpersonales, que -a su vez- conforman espacios productores de diversas subjetividades, formas de ser y de sentir, totales y a la vez parciales, que se definen en un juego complejo de oposiciones, a las que les corresponden distintas asignaciones simbólicas. Sociedad tan abierta como jerárquicamente vertebrada, en la que todo aparece ilusoriamente posible para el individuo, el que es constituido en el orden de lo aparente en el árbitro de su propio destino, mediante narraciones que enlazan explicaciones y definen sentidos, constituyendo el inconsciente ideológico colectivo. Pero tan reales como esas formas de entender son los marcos fácticos de privación material que determinan las biografías y recortan los horizontes existenciales, facticidad que estructura los lindes de los distintos territorios sociales y con ello los de la frustración.
Así el sujeto social, la ciudadanía, se desdibuja en su universalidad tornando al menos poco probable la apelación a convocatorias holísticas. El campo social y el propiamente político se fragmentan horizontal y verticalmente a puntos tales en que toda praxis de construcción de consenso se torna cuasi imposible, al menos aquellas cuya génesis se encuentran en procesos deliberativos lo que obliga a la instrumentalización de unas nuevas tecnologías del control dispuestas a fin de servir como guardianas del orden y marco referencial de la conducta individual y de la convivencia social. Mecanismos de disciplinamiento que se enlazan, se articulan y se “legitiman” como ocurriera en la pre modernidad con procesos de índole esencialmente emocional, desde el manejo de lo pulsional operan las nuevas formas del control individual y social. La promesa de satisfacción vinculada al consumo, las complejas instancias de sublimación que se articulan con las exigencias de productividad, esfuerzo y trabajo, la exaltación del miedo y la calma prometida en el reforzamiento penal son las expresiones más nítidas de este aggiornamiento de las instituciones de control, que han dejado de operar desde la centralidad de la represión de la pulsión para reconducirla. Así los discursos del orden dejaron de estar vertebrados en la resignación ofrecida a cambio de la redención eterna para pasar a articularse en torno a la promesa hedonista condicionada al éxito en el mercado. Estos nuevos modos de control que a su vez se constituyen en formas de construir sentido han producido efectos significativos en el plano de la subjetividad y han impactado sobre los territorios de la normatividad erosionando el sentido mismo del deber.
Contexto material y simbólico productor de ansiedades, inseguridades y frustraciones, que demanda un reforzamiento de los mecanismos del control, sobrecargados por los requerimientos derivados de la anomia social que aparecen potenciados por el debilitamiento de las redes informales de solidaridad y el deterioro y pérdida de densidad del espacio comunitario. El reclamo por más seguridad aparece como capaz de tejer alianzas inesperadas entre grupos bien diversos de la sociedad, muy disimiles entre sí, pero atravesados todos por una fuerte sensación de desamparo originada en las ansiedades asociadas a los vaivenes del mercado y al consumo. Mediante el accionar deliberado de las elites y producto primordial de las dinámicas derivadas de las nuevas formas de construir sentido y de la interrelación entre estatus e identidad personal, emerge una pulsión por desmarcarse de aquellos que aparecen como los peores dotados para las lides a través de las cuales se distribuyen recursos, así como un ansia por identificarse con quienes exhiben los portentos del éxito.
La política criminal y los vehículos de intervención disciplinadora que se solapan bajo el nomen de política social se definen en función de aquella premisa, se trata de acentuar en el orden de lo simbólico las diferencias que separan a unos de otros, esto cobra particular relevancia cuando los sujetos de la escisión son aquellos que más se parecen, los estratos más pauperizados de la clase trabajadora y la población marginada de los circuitos formales de producción y distribución de recursos. Ello explica la naturaleza de las intervenciones estatales que se despliegan sobre algunos núcleos poblacionales, accionar imbuido por una indisimulada vocación de control que opera tanto desde el ámbito de lo que se podría llamar política criminal como desde el territorio de las intervenciones sociales. Es así como se arbitran dinámicas de control y disciplinamiento que no han variado en su sustancia -pero sí en sus formas- a lo largo de la última centuria. Aquellos que menos suerte han tenido en la lotería del mercado y que no han resultado beneficiados por las intervenciones estatales operadas con el objeto de reasignar recursos materiales y simbólicos, son constituidos en un arquetipo, expresión reificada de los temores y las ansiedades presentes en todo el cuerpo social. Seres marginales que por el bien de todos hay que sujetar, habitantes de unos bordes que mediante una compleja operación simbólica se constituyen en la centralidad de la atención pública. Encarnaciones fantasmagóricas de diversos miedos; frágiles y peligrosos sujetos con los que nadie quiere ser identificado, a los que nadie quiere parecerse; sobre los que se interviene mediante instrumentos policiacos y sociales. El instrumento social que modula la actividad estatal en este ámbito es la intervención focalizada que a la vez que segmenta las dinámicas de la intervención estatal impacta en los procesos de construcción de las identidades sociales, acentuando diferencias, edificando nuevas subjetividades colectivas, incidiendo sobre los mecanismos de generación y producción de demanda y oferta de política pública que erosiona el sentido universal de ciudadanía y facilita a las elites económicas y políticas la administración de los conflictos sociales.
Las políticas sociales mediante una falaz semántica de derechos han tendido a judicializarse, vehiculizándose por aquella trama institucional que reclama para sí la encarnación más vívida de lo esencialmente estatal: la apelación legítima e inmediata a los aparatos de coerción, lo que acentúa el tono disciplinante de la supuesta intervención tutelar.
La intervención social se territorializa con la misma intensidad con que los abismos sociales adquieren expresión geográfica. Esta segmentación avanza hacia el terreno de la subjetividad, es así como se dividen las “ventanillas” de atención, fracturando la individualidad de aquellos que son “atendidos” por estas políticas públicas. La persona, la mujer, el hombre, el niño, el adolescente ha dejado de ser considerada un todo, se ha optado por un enfoque específico, parcial, que quiebra al individuo en su integralidad.
La política pública está enfocada en algunos de los problemas que a la persona se le presentan en la vida como consecuencia del lugar que ocupa en la sociedad. No se visualiza a la mujer o al hombre en el contexto socio económico y cultural en el que desarrolla su vida, por ende las soluciones para la promoción de la ciudadanía de esta mujer o de este hombre se presentan parciales, fragmentadas, descontextualizadas, sin impactar en la vida de estas personas las que continúan su derrotero sin cambios significativos que las empodere como sujeto individual y social. Pero la sujeción de éstos y por este mismo expediente el disciplinamiento de todos, objetivo implícito de los referidos procederes estatales, es una meta que sí se alcanza.
Descontextualización que discursivamente se pretende legitimar mediante instrumentos semánticos y conceptuales derivados de paradigmas teóricos en los que se sobre representan los grados de autonomía fáctica de los individuos. Y contralor que se valida en el deber de orientar a los sujetos a tomar buenas decisiones que los conduzcan a aprovechar las oportunidades que la sociedad les brinda.
La racionalidad inherente a estas intervenciones es conducente con producir un sujeto marginal, sumiso, acostumbrado a pedir más que a reivindicar, que ha sido progresivamente des-institucionalizado y marginado de los grupos sociales con mayor peso político. Se constituye así una fractura en el orden de las representaciones sociales que escinde al sujeto popular en función de su mayor o menor integración a los circuitos formales. Esta estrategia de administración de las tensiones sociales influye negativamente en las posibilidades de desarrollo y debilita a la democracia como marco de la convivencia social. Por un lado alimenta una demanda incontenible por seguridad que pone en entredicho a la propia libertad del individuo imperativo esencial del orden liberal y por otro deja afuera de los procesos deliberativos a segmentos importantes de la población y hace que predomine una política de las emociones por sobre la política de las razones. Esta estrategia seguramente producto tanto del devenir social como de la acción consciente de las elites funciona como un elemento de contención del conflicto social, coadyuva a estabilizar y preservar el orden y le confiere una cierta carta de impunidad a las elites sociales sean cual sean estas, económicas, políticas, sindicales, profesionales, porque dirige el foco, la mirada y la atención sobre los sectores marginales.
Este modelo de gestión del conflicto social que teje solidaridades en función del reclamo por seguridad, que se vertebra en el ansia de ser protegidos frente a las amenazas provenientes de los bordes, se asienta en lo narrativo en el reforzamiento de la idea de que la pobreza es producto de la pereza, que la suerte individual depende de las decisiones personales, y en un orden más tangible por un actuar del estado que escinde y separa, que refuerza etiquetas, montado a los hombros de toda una gama de saberes, monopolio de una tecno-burocracia de la pobreza.
Es así como se articula implícitamente la intervención social y el reforzamiento del aparato penal en la lógica de consolidar los procesos de reconducción de las ansiedades y frustraciones derivadas de la sociedad de consumo, trasmutando la ansiedad en miedo y la frustración en violencia simbólica que se dirige contra la encarnación de todo aquello que nadie quiere ser.
El tono, la orientación general, los atuendos narrativos con que se reviste la política criminal realmente existente es un componente del modelo vigente de gestión de los conflictos sociales. La acción estatal ante el fenómeno criminal viene determinada por la manera en que el delito y más concretamente la figura del delincuente es simbolizada. Ello condiciona la noción misma que la sociedad elabora respecto del fenómeno criminal y explica la naturaleza de las respuestas, el carácter de las soluciones que el público entiende se deben de arbitrar para el abordaje de aquella problemática.
Una compleja trama explicativa elaborada desde marcos conceptuales antagónicos tejen la malla de sentidos a partir de los que se piensa, se construye, se concibe y se pone en práctica los dispositivos de respuesta al hecho criminal. El delincuente “elige” trasgredir la ley, la apelación al libre albedrío que resulta un imperativo básico de legitimidad del castigo, en un orden que se pretende liberal, pero contradictoriamente aquel es un enfermo que debe ser tratado. La pulsión punitiva satisface el ansia de canalizar mediante un vehículo simbólico e institucionalizado la violencia que el extendido sentimiento de frustración desencadena.
La lógica del tratamiento legitima una intervención extremadamente selectiva al condicionar la respuesta punitiva a elementos ajenos a la gravedad de la conducta e imbricarla con las características del sujeto, con aquellos aspectos de su personalidad que lo tornan peligroso, lo que termina por provocar un desplazamiento de la dinámica penal, que deja de ser un mecanismo de administración racional de determinados conflictos entre los individuos y los individuos y la comunidad y pasa a constituirse en el instrumento de control inmediato de cierto grupo poblacional.
Así la intervención penal se constituye en el brazo armado que opera cuando los dispositivos de control arbitrados mediante las intervenciones sociales fracasan. Cuando no logran su objetivo de dominar a los sujetos ni satisfacer las demandas de control ni canalizar a dosis suficiente la extendida violencia.
En el inconsciente social profundo la política focalizada y la intervención penal se articulan, se enhebran tejiendo una malla fáctica y discursiva que contribuye a ordenar simbólicamente el espacio social, canalizar la violencia y las frustraciones y redirigirlas contra un segmento de la población que resulta como categoría subjetiva tan perturbadora como necesaria a los efectos de la preservación del orden vigente.
*Susana Falca: Abogada, Directora del Programa Infancia del Centro Cooperativo de Investigación y Formación para el desarrollo humano. Integrante del equipo docente de los cursos de capacitación y especialización en derechos humanos de la infancia, Escuela de Posgrado, Facultad de Derecho de la Udelar.
**Fabián Piñeyro: Dr. en Derecho y Ciencias Sociales. Docencia de grado en Ciencia Política, Facultad de Derecho de la Udelar. Docencia para graduados, curso de Capacitación y de Especialización en Derechos Humanos de la Infancia, Facultad de Derecho, Udelar.