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  • Fernando Lizárraga*

Democracia y justicia social: tenaces desafíos para la izquierda


Imagen: "Nueve de Termidor" (Valery Jacob,1864)

Imagen: "Nueve de Termidor", Valery Jacobi, 1864.

Es bien sabido que Abraham Lincoln, presidente de Estados Unidos durante la Guerra Civil entre el Norte y el Sur (1861-1865), fue quien con más vehemencia apuntaló los pilares constitutivos del proyecto de la burguesía norteamericana. En su Discurso de Gettysburg, en 1863, Lincoln sostuvo que el ideal de los fundadores de la república se basaba en la promoción de la libertad, en la defensa de la vida, y en la creencia de que todas las personas son creadas iguales. Pero además, en este brevísimo y extraordinario mensaje, definió a la democracia en una frase que ha quedado para la historia: “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Quizás sea menos conocido el hecho de que Karl Marx, junto a otros líderes de la Primera Internacional, escribió y firmó una enfática declaración de apoyo a Lincoln luego de que éste proclamara la emancipación de los esclavos en todo el territorio de los Estados Unidos, a principios de aquel mismo año, y que utilizó parte de la fórmula democrática para describir al gobierno de los comuneros de París: “gobierno del pueblo y para el pueblo”, sintetizó el creador del materialismo histórico en un pasaje de La Guerra Civil en Francia.

El apoyo de Marx al presidente republicano de Estados Unidos era una demostración de su certeza de que no sólo la emancipación de los esclavos sino también la subsecuente liberación de las fuerzas productivas del Norte industrial redundarían en favor de los intereses del proletariado y, en consecuencia, allanarían la senda hacia el socialismo. De hecho, poco después de terminada la guerra civil, hubo un extraordinario crecimiento del movimiento obrero en Estados Unidos, permitido, entre otras cosas, por las propias instituciones de la república liberal norteamericana. Como ha recordado acertadamente Robin Blackburn, Lincoln consideraba que los trabajadores eran más importantes que el capital, y en el contexto favorable de la posguerra –que, cabe decirlo, duró poco– las organizaciones sindicales y políticas norteamericanas fueron pioneras en romper las barreras de color y de género; esto es, de ampliar las bases de la democracia.

A esta altura de los acontecimientos, ya ubicados bien adentro del siglo XXI, parece una trivialidad tener que sostener que el socialismo presente y futuro ha(brá) de ser democrático, o no habrá de ser en absoluto. Del mismo modo, cabe afirmar, como cuestión de principio, que el socialismo (presente) debe impugnar al capitalismo como injusto y debe darse, por lo menos como boceto, algún diseño institucional para después de la revolución –o comoquiera que sea el proceso o momento del cambio hacia el post-capitalismo. Y este diseño no puede ser una mera ingeniería institucional, sino que debe fundarse en valores claramente identificados y especificados. La democracia y la justicia social no pueden estar ausentes en este boceto; es decir: es indispensable pensar al socialismo del porvenir como una sociedad que realiza, entre otros, valores tales como la libertad, alguna forma de igualdad, la auto-realización, la fraternidad, etcétera. Como dijera magníficamente Ernesto Che Guevara: “El socialismo económico sin la moral comunista no me interesa. […] Si el comunismo descuida los hechos de conciencia puede ser un método de repartición, pero deja de ser una moral revolucionaria”. Esto significa que no alcanza con las instituciones correctas si las actitudes de las personas no son congruentes con tales instituciones.

Existe en nuestros días un dato difícilmente discutible. Las repúblicas democráticas burguesas han demostrado ser mucho más persistentes de lo que se imaginó alguna vez, y han cumplido cabalmente su rol en asegurar la hegemonía de la clase capitalista. En este marco, con esta constatación en mente, es preciso pensar y repensar el lugar de la democracia, la justicia, la libertad, entre otros valores, al interior de la tradición socialista y de las organizaciones anticapitalistas. Hay un año que, para esta reflexión, resulta muy significativo: 1867. Todos sabemos que fue entonces cuando se publicó el primer volumen de El Capital. Pero además fue el año en que, también en Inglaterra, se sancionó la Ley de Reforma que otorgaba el sufragio universal masculino (el cual se extendería a las mujeres recién en 1928). Así, mientras Marx revelaba la anatomía y el metabolismo del capital, la clase obrera inglesa conseguía una conquista particularmente importante, luego de años de luchas a través del movimiento cartista, que Engels y Marx celebraron como primer movimiento auténticamente clasista en tiempos de la gran industria y como antecedente del partido de la clase obrera. “El sufragio universal en Inglaterra será una medida por lejos mucho más socialista que cualquier otra cosa que se haya denominado así en el continente” y “su resultado inevitable, aquí, es la supremacía política de la clase trabajadora”, escribía Marx en una nota para el New York Daily Tribune. Y lo hacía en 1852, mientras en Francia se experimentaban las derrotas de la vía insurreccional iniciada en 1848. Al mismo tiempo, un contemporáneo de Marx, el liberal –y finalmente devenido socialista– John Stuart Mill, elogiaba al gobierno representativo como uno de los hallazgos más notables de la historia.

El entusiasmo de Marx y Engels con el cartismo y su lucha por el sufragio universal no tardó en verse ensombrecido, cuando ya en las primeras elecciones posteriores a su implementación, pudo observarse que un gran número de trabajadores habían votado al partido conservador y no a los candidatos de la Liga Reformista. Un corolario inmediato de este fenómeno fue que los fundadores del materialismo histórico –siempre dispuestos a la auto-crítica (una verdadera rareza en nuestros días) – advirtieron la necesidad de un partido de la clase trabajadora, totalmente independiente de los partidos burgueses. Es decir, Marx y Engels vieron tempranamente que las repúblicas democráticas y las monarquías parlamentarias –esto es, los sistemas representativos– brindaban posibilidades para la auto-organización de la clase trabajadora al mismo tiempo que aseguraban firmemente los intereses de las clases dominantes. Por eso, ni Marx ni Engels abandonaron –como quisieron hacernos creer los jefes de la Segunda Internacional– la opción de la vía insurreccional. No hay inconsistencia entre la adhesión de Marx y Engels al sufragio universal en Inglaterra y su elogio de la lucha insurreccional de la comuna, en la siempre convulsionada Francia.

El capitalismo, como dice Gerald Cohen, “no es un agente” capaz de adaptarse casi automáticamente ante aquello que parece o puede efectivamente amenazar su existencia. Al interior del sistema sí hay agentes –clases–, que actúan más o menos estratégicamente. Así, la clase política inglesa vio sin demora que debía canalizar la oposición creciente de los cartistas y ceder ante algunas de sus demandas. El sufragio universal significó una ampliación de la competencia electoral, pero en los términos y las condiciones fijadas por la propia burguesía y sus dispositivos estatales. Y precisamente porque nunca hubo, salvo contadísimas excepciones, un fair play en la competencia electoral, las cartas siempre estuvieron marcadas a favor de los partidos del orden. “En el Estado” –escribía el joven Marx en Sobre la Cuestión Judía– “el hombre es considerado como un ser genérico [un ciudadano]; es el miembro imaginario de una imaginaria soberanía”. Esta ciudadanía meramente formal, esta pertenencia al cielo político –a una “imaginaria soberanía”, a una comunidad ficticia–, no anulaba sino que presuponía (y aún presupone) las enormes desigualdades existentes en la sociedad civil. La condición de mayoría de la clase trabajadora no alcanzaba para asegurarle el poder político. Tampoco, cabe decirlo, se verificaba una relación lineal entre el crecimiento cuantitativo de la clase y el crecimiento de su conciencia de clase, lo cual llevó a que muchos abrazaran el desafortunado concepto de falsa conciencia, como si los trabajadores fueran meras víctimas de engaños sistemáticos orquestados por los astutos burgueses.

La democracia burguesa, con todo su formalismo, supone competencia electoral y, en este campo, la cancha tiende a estar siempre inclinada. O para decirlo en un lenguaje un poco más prolijo: en ausencia de mínimas garantías de igualdad o equidad social, se obturan irremediablemente las plenas libertades políticas. En este punto podemos observar la inextricable relación entre la justicia social y la democracia, ya que no puede haber una democracia mínimamente aceptable en presencia de enormes desigualdades sociales. Deben darse varias condiciones para una democracia pueda ser reputada como genuina, pero la igualdad económico-social es una condición necesaria. Una buena forma de hacerse una idea sobre esto es recordar aquella famosa frase de Jean-Jacques Rousseau –un burgués partidario de la democracia directa–, quien en El Contrato Social sostenía que, la igualdad no debía entenderse como igual poder e igual riqueza para todos, pero sí, por lo menos, como la situación en la que el poder se ejerce según las leyes y que, en cuanto a la riqueza, “ningún ciudadano [es] lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse”. He aquí una clásica fórmula republicana que entiende a la libertad como no dominación; y para que no haya dominación –en tanto poder arbitrario de unos sobre otros– se precisan leyes y, fundamentalmente, que las desigualdades económicas no obliguen a nadie a venderse. Una vez más: lo que Rousseau tenía en mente es algo que otro pensador burgués, John Rawls, ha denominado “justa igualdad de las libertades políticas”.

Para empezar a hablar sin prejuicios sobre este asunto, hay que tener presentes al menos dos consideraciones que Marx hiciera acerca de la democracia y la república burguesa. En primer lugar, que el derecho burgués, especialmente en lo que concierne a la distribución del ingreso y los bienes de consumo, no ha de superarse sino hasta bien entrado el comunismo; esto es, hasta que existan condiciones subjetivas y objetivas que permitan no sólo la superación del derecho burgués sino la extinción del Estado como cuerpo sobreimpuesto a la sociedad civil. En segundo lugar, que para Marx la existencia del Estado político y la ciudadanía –con toda su formalidad, su condición imaginaria, etcétera– ya suponía un importante avance histórico que, a su vez, habría de ser trascendido. Decía Marx en Sobre la Cuestión Judía: “No cabe duda de que la emancipación política representa un gran progreso, y aunque no sea la forma última de la emancipación humana en general, sí es la última de la emancipación humana dentro del orden humano actual”. Los derechos conquistados por la burguesía y el pueblo durante las revoluciones contra el orden feudal, si bien terminaban reducidos a la futilidad en la legislación, mantenían –como los ideales de igualdad y libertad– un gran potencial disruptivo y emancipador.

Volvamos por un momento en el pensamiento de John Rawls, el filósofo igualitarista-liberal que ha restituido la discusión sobre la justicia social en la agenda contemporánea. No vamos a exponer aquí los pormenores de su teoría sobre la equidad. Sólo diremos que incluso para un pensador tan profundamente liberal como él, las desigualdades del mundo contemporáneo son del tal gravedad que afectan de manera fatal a las libertades políticas. En su obra más famosa, Teoría de la Justicia, este profesor de Harvard sostiene que para que existan justas libertades políticas es preciso que los ciudadanos alcancen efectivamente ciertas condiciones materiales mínimas. Aunque no logra distanciarse totalmente de la muy burguesa escisión entre el cielo político igualitario y el mundo terrenal no-igualitario, Rawls advierte que por debajo de cierto umbral es imposible hablar seriamente de ciudadanía. Por eso, afirma que “históricamente, uno de los defectos principales del gobierno constitucional ha sido que no ha sabido proteger el justo valor de la libertad política” y que “las diferencias en la distribución de propiedad y riqueza que exceden lo que es compatible con la igualdad política han sido generalmente toleradas por el sistema legal”. Peor aún, con el tiempo, la ecuación inicial se invierte y, de este modo, quienes detentan posiciones de mayor poder político adquieren también mayor poder económico. En consecuencia, añade Rawls, “las desigualdades en el sistema socioeconómico pueden minar cualquier igualdad política que hubiese existido en condiciones históricas más favorables”.

En resumidas cuentas, concluye Rawls, cuando no existe financiamiento público de las organizaciones políticas, los partidos dominantes salen a recaudar fondos de los sectores económicos más aventajados “y, cuando esto ocurre, los miembros menos favorecidos de la sociedad, que no pueden ejercer su justo ámbito de influencias a causa de su falta de medios, caen en la apatía y el resentimiento”. Lo notable de Rawls y otros igualitaristas-liberales, en comparación con el común de los liberales y conservadores que abundan en nuestras latitudes, es que no se hacen los distraídos frente a la íntima relación que existe entre las condiciones materiales y la ciudadanía. Por eso mismo, en su libro Liberalismo Político, Rawls sostiene que una plena ciudadanía y un consenso constitucional estable requieren, como mínimo, los siguientes elementos: el financiamiento público de las elecciones, que asegure disponibilidad de información en materia de políticas públicas; una cierta equitativa igualdad de oportunidades, especialmente en educación y capacitación; una distribución digna de la riqueza para que todos los ciudadanos tengan asegurados los medios necesarios para aprovechar inteligente y efectivamente sus libertades básicas; que la sociedad sea empleador de último recurso a través del gobierno local o central, u otras políticas sociales y económicas; y cuidado básico de la salud asegurado para todos.

Los pensadores igualitaristas-liberales como Rawls son herederos del ala radical de la burguesía que encabezó las revoluciones modernas. Basta pensar solamente en Thomas Paine, uno de los promotores de la revolución norteamericana, quien ya en 1791 proponía una especie de ingreso básico universal para asegurar la plena ciudadanía. O en el mismísimo Robespierre quien, pese a sus idas y vueltas retóricas, no vacilaba en sostener la necesidad de que el derecho a la existencia digna estuviera públicamente garantizado. Como señala Antoni Domènech, para los jacobinos “la libertad política o republicana era eso, y nada menos que eso: no tener que pedir cotidianamente permiso a nadie para poder subsistir”. Los líderes y pensadores burgueses más honestos han admitido que no puede haber ciudadanía –entendida no sólo como ejercicio electoral sino como autonomía para conducirse en la vida cotidiana– en presencia de profundas desigualdades sociales.

Va de suyo que, mientras perdure el capitalismo, la igualdad de condiciones será una simple quimera. Es casi una obviedad afirmar, en una revista como Hemisferio Izquierdo, que la relación de explotación capitalista lesiona irremediablemente cualquier intento de igualar totalmente las condiciones de vida. Mientras haya capitalismo, no podrán realizarse en plenitud los ideales revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad. Escribe Alex Callinicos en su ensayo “Igualdad y capitalismo”: “la aspiración a la igualdad fue uno de los ideales constitutivos de la modernidad capitalista desde el momento en que triunfaron las grandes revoluciones burguesas”, desafiando las jerarquías de la sociedad anterior y desencadenando, de este modo, “una dinámica que continúa hasta el presente, conforme nuevos grupos –trabajadores, esclavos, mujeres, súbditos coloniales, negros, lesbianas y gays, entre muchos otros– han reafirmado sus demandas de igualdad. Sin embargo, aunque el capitalismo es el suelo sobre el que el ideal de la igualdad cobró forma por primera vez, este ideal solamente puede realizarse más allá de sus fronteras”.

Con todo, la certeza de que los grandes ideales modernos sólo pueden concretarse más allá del capitalismo, no implica sentarse a esperar a que el sistema caiga como fruta madura al influjo de las inexorables leyes de la historia. La libertad, la igualdad y la fraternidad deben ser, a un mismo tiempo, metas revolucionarias, herramientas de lucha, y rasgos constitutivos de las propias organizaciones socialistas (ya sean partidos, movimientos, sindicatos, etc.). Gerald Cohen, un marxista analítico que devino igualitario radical al calor de las polémicas contemporáneas sobre la justicia social y la igualdad, ha sostenido –con acierto a nuestro juicio– que buena parte de la tradición socialista más ortodoxa se quedó conforme con sus formidables triunfos explicativos y confió en que, tarde o temprano, por un camino u otro, el capitalismo colapsaría y sería reemplazado por un mundo social –el comunismo– que necesariamente sería superior. Esta ortodoxia tiene por lo menos dos problemas: por un lado, la tesis de inevitabilidad del socialismo ya no goza de buena salud y, por otro, omite argumentar sobre la deseabilidad del comunismo. ¿En qué sentido lo que venga después del capitalismo habrá de ser mejor? ¿Por qué debería ser mejor? ¿Sólo porque viene después? Es posible, por caso, imaginar una sociedad sin propiedad privada de los medios de producción pero gobernada por una élite burocrática que rige los destinos de todos y cada uno con mano de hierro; o un sistema que establece una tiranía sobre las necesidades y sobre las opciones personales; o un esquema de planificación centralizada sin control por parte de los productores directos, etc. También es posible imaginar la barbarie.

El punto es que, sin emancipación humana, tal como la entendía Marx, no puede haber socialismo. Cuando el autor de El Capital elogiaba a Lincoln, pensaba concretamente que la senda abierta por el presidente norteamericano y la victoria de la Unión inauguraba “una nueva era para la emancipación del trabajo”. Como señala Blackburn, “para Marx, el trabajador asalariado sólo era libre parcialmente ya que debía vender su fuerza de trabajo a otro para poder sobrevivir él y su familia”, pero “dado que no era un esclavo, el trabajador libre podía organizarse y agitar, por ejemplo, por una jornada limitada de trabajo y una educación libre”. Así, apunta Blackburn, bajo el liderazgo de Joseph Weydemeyer –amigo de Marx que luchó durante la Guerra de Secesión en las filas del Norte– un grupo de trabajadores fundó la American Labor Federation, una organización obrera “abierta a todos, ‘sin importar la ocupación, el idioma, el color o el sexo’”. Estas organizaciones obreras fueron, en los hechos y no sólo de palabra, fieles a la concepción marxiana según la cual, como ha señalado el filósofo hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vázquez, la “emancipación humana” implica re-unir lo particular con lo universal; equivale a la verdadera democracia”.

Al respecto, Sánchez Vázquez enfatiza que en sus escritos juveniles Marx consideraba a las libertades burguesas como meras formalidades, pero más adelante, con la irrupción del proletariado en la escena política, pudo darse cuenta de que tales libertades “–por su origen y naturaleza– responden también […] a los intereses reales del pueblo”, más allá de la obvias limitaciones inherentes al Estado burgués. Por eso, con esta mirada juvenil “un tanto ahistórica”, Marx se negaba a sí mismo “la posibilidad de advertir en sus propios derechos y libertades los valores democráticos (en cuanto que tienen cierto contenido real, popular) arrancados a la burguesía”. Por ello, años más tarde, en sus escritos sobre la Comuna de París y sobre el cartismo –como ya hemos visto– habría de recuperar la noción de representatividad a través del sufragio universal, pero ahora enriquecida por elementos tales como la responsabilidad y revocabilidad, sobre la base de un mundo material donde ha sido abolida la propiedad privada.

En suma: el socialismo contemporáneo no puede seguir pensándose como dueño de todas las verdades; ni permanecer ajeno a las discusiones teóricas de los pensadores igualitaristas, liberales, republicanos, comunitaristas, entre otros; ni quedar aislado de los desarrollos institucionales de las repúblicas democráticas burguesas. Como ha dicho con singular agudeza Ariel Petruccelli en su artículo “Dilemas y desafíos del socialismo en nuestro tiempo”: “no parece descabellado prever que en nuestros países y en los países capitalistas centrales la democracia ha llegado para quedarse, y que las izquierdas deberán aprender a combatir dentro y contra ellas. […] La auténtica democracia sigue siendo una aspiración, lo cual –insistimos– no debería impedirnos ver los méritos de las democracias liberales. […]. Así como la monarquía fue compatible con distintos modos de producción (hubo monarquías esclavistas, feudales y capitalistas), bien podría ser que la democracia liberal –garantías individuales, libertad de prensa, representación popular, multipartidismo– sea compatible también con el socialismo, y no meramente la encarnación superestructural del mercado o la frutilla del postre capitalista”. Lejos de ser una mirada desalentadora, la afirmación de que hay que luchar dentro y contra las democracias burguesas, implica a la vez una aguda indicación para la agenda teórica –¡hay que estar atentos y polemizar con lo mejor del pensamiento burgués!– y para la estrategia política. Marx no fue menos marxista por celebrar el triunfo y lamentar la muerte de un presidente tan profundamente burgués como Abraham Lincoln.

* Investigador del Conicet y profesor de Teoría Política en la Universidad Nacional del Comahue, Argentina. Autor de El Marxismo y la justicia social: la idea de igualdad en Ernesto Che Guevara (2011) y Marxistas y liberales: la justicia, la igualdad y la fraternidad en la teoría política contemporánea (2016).

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