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Ramón Gutiérrez Salgués

Socialismo-proceso y política-poder. Hacia un proyecto que incluya lucha y creación


Imagen: "El pan sobre la aldea" (Nelson Romero)

Hacer política hoy…

Nosotros, nacidos en dictadura, criados en democracia-conquista, “adolecidos” en el propio fin de la historia, jóvenes en el ascenso progresista, padres en el cambio de ciclo económico…, hemos ido aprendiendo los límites duros, duros mismo, que la Historia-regida-por-la-clase-dominante impone a la política mejor intencionada. Vivimos olas de reflujo y de ascenso, asambleas llenas y plenarios lastimosos, días en que no había un mango y otros en que la guita circula, sabemos de crisis, ollas populares, inflación y también de la seguridad de que la guita esté. Dimos nuestras batallas, pero estamos lejos de ser capaces de declarar la guerra a la dictadura del mercado.

Lo que siempre cuesta es hacer política de manera agresiva con la Historia. Porque sabemos que voluntariamente o no, intervenimos en los asuntos públicos todos los días, en el trabajo, en la educación, en el ómnibus, en el kiosco, en la calle, en cada rincón. Así que la cuestión en debate, corresponde al desafío de juntarse con otros, de hacerse de fuerza motora suficiente para alterar el curso de las cosas estructuralmente, apuntar al enemigo y tener las armas suficientes para triunfar y persistir, desentrañar la madeja del poder para construir otro poder radicalmente democrático; corresponde a madurar un proyecto social, económico, político, civilizatorio superador para el conjunto del pueblo: asuntos de Política Trascendente.

¿Qué es diferente hoy? Desde que tengo memoria, como militantes no hemos dejado de preocuparnos por el reflujo de la participación política y social. Hacer política hoy como ayer es sumar y evitar perder compañeros. Hacer política ayer y hoy sigue siendo enamorarse y enamorar en una causa, en alguna lucha que trascienda el interés particular y sitúe en el imaginario un otro mundo posible y alcanzable. Es luchar por esa causa sin dejar de ver que hay otros compañeros al costado en otras causas justas y saber que hay que integrarlas en un proyecto global de transformación social.

Una nueva derrota de los esfuerzos político-organizativos de izquierda de un conjunto de pueblos y el fracaso de “la vía democrático-electoral-liberal” para sostener regímenes que avancen sobre la clase dominante puede tener dos síntesis bien diferentes en la consciencia de las mayorías:

1- Síntesis más probable por la tenaz voluntad del enemigo: Reforzar la tesis del fin de la historia. No hay alternativa al orden del capital - si no hay alternativa más nos vale que dirija el dueño del puesto - la izquierda se institucionaliza al punto de volverse parte de los cómodos - la corrupción es patrimonio de todos y el “poderoso caballero sigue haciendo bravatas desde una bolsa de cuero” aun en la era progresista - hay un arriba y un abajo siempre y el asunto es quien logra trepar y a quien se pisa. En fin, la síntesis subjetiva esperada por el enemigo es dejar claro que la condición humana es jodida y que no vale la pena confiar ni luchar más que por el interés particular: la guerra entre pares, el sálvese quien pueda, la ley del más fuerte.

2- La síntesis deseable (vieja tesis del partido de la clase): Los trabajadores experimentan los límites de la democracia liberal para transformar la sociedad y sus condiciones particulares de vida. Aprenden entonces que sin confrontación clara con la clase dominante no hay posibilidad de mejora sostenible de las condiciones de vida. Es preciso en consecuencia un viraje a la izquierda, no solo ya redistribuir un poco más dinero desde las arcas públicas o el derrame del mercado, sino repartir aquello que genera la riqueza, es preciso repartir poder efectivo sobre los más amplios campos que influencia la vida cotidiana de todos nosotros: es necesario un proceso revolucionario.

Para nuestros pueblos, que con enorme sacrificio resistieron la ola privatizadora y fueron capaces de forjar una alternativa de poder que los represente en los gobiernos progresistas, la única alternativa a un derechazo ocurrirá si somos capaces de reaccionar a tiempo con alternativas que renueven la legitimidad de la izquierda en el campo social y político. La opción por la adulación permanente de la democracia liberal capitalista por parte de los gobiernos progresistas no ha colaborado en absoluto para que la experiencia política para nuestro pueblo invite al desborde institucional.

Por el contrario, la naturalización de la rotación entre partidos, de la democracia como acto electoral y el gobierno como gestión de un campo limitado de la organización de la sociedad (reducido al presupuesto público y algunas reformas legales), no alientan posiciones audaces por parte de las bases de izquierda. Gobernar desmovilizando al pueblo tiene un costo demasiado grande para cualquier proceso de cambio. Si se quiere avanzar sobre el interés de la clase dominante, siempre debe tenerse el arma cargada en el cinto: el movimiento popular movilizado presto a luchar por las reformas necesarias.

Es verdad, la brecha está abierta, pero todos sabemos con que rima…se abrió la brecha y avanza la derecha… si esto es la izquierda que se vayan a la mierda. ¿O no es ese el balance que están haciendo los pueblos en la región? Que la coyuntura deja un campo político de disputa abierto… sí, pero ¿quiénes recogemos el guante de esa disputa? ¿Cuánto cuidamos que en esa legítima pelea por una reorientación superadora de las fuerzas de cambio, no sea el enemigo quien saque el mayor provecho? Que la grieta sea utilizada para calzar una palanca y empujar transformaciones de mayor profundidad requiere que no haya muchos caídos dentro de las filas de la izquierda, requiere sobre todo asegurar que la corrosión de las bases de sustento progresista ocurra a la misma velocidad que nuestro pueblo crea herramientas capaces de hacer síntesis político-organizativa que reencauce las fuerzas vitales de cambio.

Lo que está en disputa no es la “izquierda”, no es cuestión de quien le roba el gallinero a quien, sino el agujero de pueblo cada vez mayor que está quedando sin referencia política. Entiéndase claramente que la corrosión de las bases progresistas se dan como correlato de su opción por quedar prendido de la manito de un régimen económico injusto. Como decía un compañero, caen en el terrible error de defender al sistema por defender al gobierno. Esto pasa ahora porque no hay guita o hay menos. La derecha sigue haciendo su juego y en coyunturas como esta logra acelerar el desgaste. Durante más de una década el progresismo tuvo todo: respaldo de masas y plata en la calle. Ahora, cuando el capitalismo recuerda que los ciclos son parte de su ADN y que los que la pasan mal son los pobres (los dueños de nada) y no los poderosos (los dueños de todo), es la hora de la verdad para la izquierda porque las bases están en alerta rojo todos los días.

La izquierda tuvo que hacer puntos con el arriba para evitar el boicot abierto a su gestión. Pero en el camino confundió gobierno con poder, responsabilidad con obsecuencia, camuflaje con asimilación, negociación con proyecto, coyuntura con estructura. Las aguas se abren y los actores van eligiendo bandos. Cada día será más claro para todos quien es quien y para que lado patea. Cada día será más claro quien se acomodó y quien desea seriamente que el movimiento transformador no cese.

De ahí la pertinencia del desafío que nos convoca. De ahí la necesaria altura de crítica a los procesos progresistas analizándolos como lo que fueron (y son): las experiencias político organizativas de mayor potencia que hemos sido capaces de forjar como pueblo post-dictadura.

¿Por qué es difícil hacer política hoy? Un “queyala” diría que difícil era hacer política en dictadura. Un obrero de principios de siglo diría que difícil era organizarse cuando las jornadas eran agotadoras, la persecución campeaba y los noveles sindicatos ni eran masivos ni mucho menos tenían ganado el campo institucional que hoy tienen… Ciertamente, lo que dejamos de hacer hoy por organizar una alternativa de proyecto para nuestra sociedad es problema de capacidad, voluntad y fuerza. Justamente es nuestra propia debilidad lo que explica la benevolencia del poder.

Para incrementar la fuerza de las fracciones revolucionarias, lo que ha costado más es construir una certeza, un punto de mira, un camino, una herramienta organizativa e interlocutores válidos: eso es referencia, dirección clara, estrategia y organización creíble. Pequeño desafío para los que queremos hace Política hoy…

Horizonte y camino

Tozudamente la historia nos muestra que en Uruguay y América Latina no hay escalones intermedios en el tránsito al socialismo, no hay etapas. Obviamente, esto no quiere decir que se haga de un segundo a otro, sino que no existe chance real de una alianza de fuerzas de la clase trabajadora con burguesías nacionales en contra del interés imperialista. Quienes postularon la contradicción fundamental entre imperio y nación no forjaron verdaderas alianzas de fuerza persistentes para reinventar el estado nación de manera soberana. ¿Dónde están los burgueses que se crispan frente al imperio y el capital transnacional? Sencillamente no existen. Se conforman con el pedazo de microeconomía que decida dejar el gran capital en la esfera local. La manifestación más soberanista para el caso uruguayo se dio a nivel geopolítico, con el MERCOSUR, la UNASUR, el rechazo al ALCA. El aumento del poder de resistencia a los antojos imperialistas en ese plano han sido evidentes con las izquierdas en el gobierno. Pero esto no tiene correlación con el ascenso de una burguesía nacional dinámica, productora, innovadora que vea sus intereses limitados por el gran capital y que esté dispuesta a disputar la economía.

Volviendo al nudo, hemos visto en diversos países regidos por socialdemocracias que la presunta etapa capitalista nunca termina porque va licuando política, ideológica, cultural y moralmente las bases militantes y de respaldo popular de las fuerzas políticas de izquierda institucional. Las fracciones revolucionarias o se separan de las socialdemocracias gobernantes o viven procesos de acomodo e institucionalización irreversibles, al punto de tomar medidas claramente antipopulares durante las crisis económicas. En América Latina basta mencionar el proceso chileno y en Europa al menos las socialdemocracias española, griega, italiana y francesa. Los partidos social-demócratas terminan siendo partidos de un grupo social acomodado, que jamás sufre la cara dictatorial del mercado y pone en la balanza sólo sus virtudes productivo-creadoras, sus virtudes innovadoras tras el afán de lucro. Son partidos que jamás asumirán riesgos, no por el verso de la responsabilidad institucional, sino porque sus integrantes no aguantarían pasarla mal como la pasa una fracción importante del pueblo. Ser “estadista responsable” estando acomodado es una papa y para un revolucionario es absolutamente anti-ético. No se puede pedir paciencia a los pobres para mantener la estabilidad de una economía en la que se la llevan los ricos, no si quien lo exige es de izquierda. Quien pida paciencia que viva como deben vivir los sujetos a los que se la aconseja. Ahí sí se podrá hablar en serio de ajustar el cinto parejo a todos, para apechugar en las malas.

La izquierda socialdemócrata encuentra sustento empírico material para justificar su noción economicista de etapa en los momentos de alza capitalista. Estas fases, endulzan a los gobernantes porque las arcas del Estado están gordas para hacer política pública. ¿Por qué comerse un marrón si la vida se luce poniendo ante ti un caramelo? Dijo uno. Y sí, seduce hacer algunas cosas sin tener que pelearse con los grandotes. Pero, pasada la luna de miel y la buena racha de los números, al no haber trastocado la estructura de poder, la izquierda deja de hacer política reformista, manda el mercado y el gobierno gestiona el ajuste necesario para que la rosca marche. Esta es la razón por la que son verdaderas etapas interminables, que siquiera precisan ser derrotadas (salvo en la liga donde también se dan sus victorias) por carecer de verdadera claridad de objetivos superadores, por no identificar claramente sus enemigos y porque las alianzas electorales no son en absoluto alianzas de fuerza con capacidad de acción más allá del campo institucional.

El horizonte Histórico es uno: la construcción del socialismo. Militar para otra cosa, invertir tiempo para que marche en paz la rosca capitalista como tarea de la etapa es una locura. Le llamamos socialismo a la oportunidad de vivir sin comernos entre nosotros, a la oportunidad de experimentar socialmente formas de cultura y economía donde el centro no sea el lucro sino la vida humana, la alegría y la belleza, donde podamos experimentar formas de estímulo no exclusivamente económicas para hacer algo útil y donde el valor de uso de los bienes y servicios ponga los límites del crecimiento económico junto con una ética humana y ecológica radical.

Le llamamos socialismo a la oportunidad de maximizar el despliegue de la potencia humana en todas sus facetas: física, moral, intelectual, artística, metafísica y organizacional; a una sociedad donde el avance tecnológico permita disminuir el tiempo de trabajo socialmente determinado e incrementar el uso del tiempo libremente organizado por individuos, familias, colectivos y comunidades. Le llamamos socialismo al avance sostenido en la democratización de todas las decisiones que nos afectan (entre ellos la economía), a la oportunidad de transitar en un permanente movimiento de búsqueda que nos haga cada día mas sujetos, donde la relación entre esfuerzo y reparto sea cada vez más pareja, donde seamos cada día más libres y la pasemos mejor.

La práctica militante debe estar orientada sin culpa por ese horizonte. No es necesario postergar la conquista si hay un cacho de socialismo por hacer aquí y ahora. Cayó el muro, es verdad. Nuestra generación tiene la suerte de haber estado jugando a la pelota cuando ocurrió y zafó de que le cayera un ladrillo encima. Otros no tuvieron tanta suerte y aun les cuesta desembarazarse de esa derrota. Fracasó como organización económica, como experiencia político-institucional y como alternativa emancipadora, pero no es un fracaso mayor al del capitalismo como orden social. Este es el orden que nosotros vivimos y sabemos que fracasa todos los días, que es brutal todos los días, que reproduce muros aun en pie en muchas fronteras todos los días. Que destroza en guerras rapaces pueblos enteros para que la rosca petrolera y el crecimiento sin fin sigan su curso. ¡Con cuanta simpleza se habla del fracaso soviético y se asume como exitoso al sistema victorioso que nos toca sufrir! ¡Con cuanta simpleza se analiza el sistema de mercado independiente de su faceta guerrerista, independiente de la degradación de la naturaleza, única vía con la que ha sustentado su éxito económico!

Lo único natural a los hombres y las sociedades es la contradicción. Está en nosotros la virtud y la miseria, las formas autoritarias y las horizontales. Solo la lucha dirime en todos los tiempos y sistemas. Solo el movimiento es permanente. No hay paraísos, pero sí es posible rescatar en cualquier sitio y tiempo experiencias grandiosas de organización social superadora. De esas hay que aferrarse para materializar el horizonte.

Toca recuperar indignación ante la locura del sistema en que vivimos, el apuro por solucionar los problemas más acuciantes y el brete solidario entre camaradas para evitar el achanchamiento y acomodo irresponsable. Los momentos de alza económica suelen atontarnos: por una parte el consumo de bienes y servicios varios nos entretiene y por otro, la dificultad de los militantes para generar acciones políticas transformadoras sustantivas desestimulan provocando dispersión, cansancio, falta de lucidez: derrota transitoria. Hoy es posible volver a conectar militancia y necesidad popular, es posible trabajar por este horizonte y reencantar compañeros.

Estrategia: ¿revoluciones? las de antes…

Diré que soy de los que me estremezco con las epopeyas de los revolucionarios que nos precedieron, que me conmueve la heroicidad de los que ponen en juego su vida por una causa justa y que descreo de todo aquel que no sacrifica nada de sus privilegios por la causa por la que dice pelear. Antes de emitir cualquier juicio acerca de fracasos rebeldes con el diario del lunes, respeto y admiración a los valientes. Desconfío de cualquier autodenominado socialista que vive como burgués, de cualquier revolucionario académico que solo ve la Historia entre pantallas y libros, esperando condiciones, exigiendo que el sujeto revolucionario (siempre ajeno a sí mismo) haga lo suyo: Mancharse nunca, asumir la contradicción de la lucha política nunca.

Dicho esto, la política es más complicada y sesuda. A la pasión hay que ponerle cabeza fría y cálculo. De nada sirve añorar contextos inexistentes, negar la realidad que nos toca, quejarse del pueblo en que nacimos… Nadie pelea para perder. Cuando se va al campo de batalla se va a medir fuerzas y solo se avanza si hay posibilidades ciertas de obtener la victoria. De ahí, que para nuestro pedazo de mundo parezca difícil calzar estrategias que incluyan un componente militar. No porque la izquierda deba despreciar la cuestión militar en un proceso revolucionario. Allende ya sufrió la Historia por todos nosotros. Hay que tener claro que sin esa fuerza del lado de las mayorías cualquier cambio estructural será aplastado con un golpazo. Pero las dificultades para el arrebato popular armado del Estado se relacionan con el nivel de legitimidad de la democracia liberal, por cuestiones demográficas y geográficas que hacen difícil la acumulación de capacidad militar por parte de un ejército popular y por el avance tecnológico militar y de inteligencia que tiene la clase dominante. La construcción de hegemonía debería hacer ese trabajo por nosotros dentro de las propias filas del ejército que, hoy como antes, están llenas de pueblo.

De todas formas, descarto de plano las otras dos estrategias: frente popular policlasista y revolución democrático burguesa. De alguna forma en el discurrir del artículo se dilucida por qué.

En general, la forma de concebir el poder por parte de la izquierda coloca al aparato del Estado como centro. Eso viene de lejos: social demócratas y bolcheviques abonaron esta cultura. De ahí que en la crítica de barrio, los problemas suelen ser del gobierno, de ahí que la producción intelectual partidaria se reduce mayormente a programas a implementar al llegar al Estado, al diseño de políticas a implementar desde una dependencia pública, etc. Los partidos se transforman en una organización para disputar el Estado y no para la transformación social. O, lo que es lo mismo: los partidos culminan reduciendo el cambio social a la gestión institucional, delegando a la esfera privada otros niveles de cambio, otros niveles de poder.

El riesgo subjetivo de este énfasis es depositar demasiada esperanza en esa herramienta, postergar avances concretos que es posible desplegar con el techo de las relaciones sociales existentes, no ponernos en el brete de ser sujetos cada día y agotar la potencia que deja cada intersticio del sistema, no colocar al enemigo de clase en el centro de la palestra. La lucha por el socialismo implica una elevación gigantesca del espíritu, implica el mayor grado de responsabilidad al que puede aspirar un pueblo. Requiere por tanto atizonar mucho en la práctica las consciencias. Una militancia socialista electorera, propagandística o reunionera, a la larga aburguesa y/o burocratiza: en ambos casos el destino es el mismo, la rebeldía se va diluyendo y se van repitiendo roles institucionalizados: nace el vanguardismo y el dirigentismo, que son la cara “socialista” del sistema burgués. Si la manera de acumular fuerzas es exclusivamente la crítica y lo que reúne como síntesis es sólo un programa a implementar a través del Estado, la cultura política que se genera es liberal, no de sujeto productor, no de sujeto creador, no de sujeto constructor de la sociedad en que vive: nos hace ignorantes pretensiosos, jefetones irresponsables.

Esto no niega en absoluto la importancia del Estado en los avances socializantes. Por el contrario, aquellos movimientos y colectivos que se dedican exclusivamente al trabajo de base sin mayores escalas de articulación política, suelen tener un techo muy bajo en la acumulación de fuerzas y posibilidades de incidencia en la realidad. Pero su debilidad no está en su quehacer o en su radicalidad ético-política, sino en la incapacidad de articulación para lograr síntesis política de mayor proyección. El “prefiguracionismo” aislado no solo cree matar con la indiferencia al sistema, en el fondo, no está convencido de que exista tal cosa como un sistema, por eso deja en el fuero íntimo las transformaciones y se le cae un huevo pensar en la fuerza.

Pero la crítica a la “militancia de acción”, debe hacerse desde el convite y no desde el desprecio. Así también, la “izquierda revolucionaria todo o nada”, debe ser capaz de incluir en el universo de su análisis al papel que juegan las reformas o en mayor escala las constituyentes, para acompañar cambios en la superestructura que instituyan demandas populares, que incluyan oportunidades socializantes. Se trata de radicalizar la democracia, no de negar el cacho que ya existe. Se trata de luchar para vencer no para sacarse las ganas y el enojo. Estas dos vertientes pueden verse disociadas, bandos que compiten, concepciones contradictorias de militancia, o, como creo conveniente, pueden verse como dos componentes imprescindibles para que la transformación social opere. Son distintos niveles de intervención política que deben articularse por parte de las fuerzas de cambio.

El Estado en Uruguay, es parte importante de la economía. Además de organizar un montón de recursos económicos y humanos, de poseer tierra e infraestructura, de encargarse de parte sustantiva de la educación, comunicación, la salud y la seguridad, de representar la mayor parte del sector financiero, posee los servicios elementales de agua, energía, telecomunicaciones y combustible. Negar que el Estado es un campo de disputa importante, que es efectivamente un cacho de poder relevante para la transformación social, es una tontería irresponsable. Roza con la creencia mágica de que es posible hacer política pura, sin asumir contradicciones, sin lidiar con el poder que como pueblo depositamos en el Estado, aun cuando lo consideremos una estructura burguesa.

Pero la discusión no es acerca de conquistar un cacho de poder sino acerca de la construcción del socialismo, cosa que resulta siempre una tarea abrumadora. Por eso las masas prefieren no hacerlo y los militantes reducirlo a asuntos teóricos alejados del quehacer práctico.

El asunto del poder, que es fundamentalmente el asunto de la fuerza, implica distintos niveles: masa de gente organizada (única poseedora final del poder porque todo se materializa en gente, el capital no se reproduce sin trabajo y agrego (hoy) sin consumo superfluo (aunque tenga menos potencia teórica), economía (conducción de procesos de generación de riqueza y su comercio), capacidad de boicot (capacidad de cortar los procesos de generación de riqueza del capital o su transporte a las zonas de consumo), conocimiento (capacidad de conducir, rediseñar, crear los procesos productivos, comerciales, culturales, políticos, etc. que requieren saberes específicos), capacidad de influencia en el conjunto de la sociedad (capacidad de comunicación y construcción de referencia), control del territorio (implica posesión social, privada o pública de territorios productivos, habitacionales, en fin donde se reproduce la vida) y por ultimo capacidad militar porque el asunto final se dirime siempre entre vivir o morir, al menos para los ateos y todos aquellos que centran su accionar y pensar en la vida terrenal.

La tesis que dejo planteada, asumo que para nada original, es que el camino al socialismo debe contener dos sendas potentes y equilibradas: una de afirmación y otra de negación. La primera es la retaguardia que produce y reproduce una forma nueva de relaciones entre las personas (preña la historia de posibilidad socialista concreta-real) y un frente que acumula fuerzas, confronta al orden y lo desestabiliza: (léase genera condiciones reales para la negociación con los que mandan y en cuanto las fuerzas nos dan le sacamos un tajo más).

Ambos deberían ser parte integral de la estrategia de acumulación de fuerzas, construcción de legitimidad y margen de posibilidad de una organización o frente de organizaciones sociales y/o políticas. La estrategia no es el camino al Estado, sino el tránsito al socialismo. Esta concepción da igual jerarquía al socialismo-proceso que a la política-poder. Ambas patas hacen a la construcción del poder popular como ordenador del camino al socialismo. Se entiende que lo nuevo viene adentro de la barriga de lo viejo pero no ajeno a nuestra voluntad creadora, no como tránsito natural de desarrollo lineal de las fuerzas productivas, sino como voluntad deliberada, consciente de un conjunto cada vez más amplio de individuos, colectivos, comunidades, cooperativas, sindicatos, partidos, organizaciones…

Esta forma de entender el camino al socialismo no es una promesa y no es posibilismo. Siempre tiene tarea para sus militantes. Como la burguesía se consolidó como grupo de poder dentro del sistema feudal, las fuerzas socialistas deben ser capaces de hacerse cargo de la sociedad en la que viven. Si ese desafío se posterga hasta la llegada al Estado como si fuera una chistera mágica de donde sacar capacidades para reproducir la vida material de un pueblo, estamos jodidos.

Los movimientos sociales latinoamericanos vienen haciendo un esfuerzo concreto por reinventar una senda revolucionaria: una visión critica radical a la totalidad existente, la mirada puesta en una totalidad alternativa, una senda que pone como centro el conflicto de intereses, la organización de masas y la lucha sin excepciones. A cada conquista se hace un visto en la lista y se sigue con la pelea que viene. Jerarquizan la formación política, disputan y conquistan territorio, establecen formas de autogobierno y autodefensa, fomentan niveles de desarrollo endógeno, agregado de valor al menos al punto de lograr la reproducción elemental de la vida. Reproducen y crean cultura contrahgemónica. Con sabiduría van caminando al paso que la historia lo permite, sin automasacrarse y sin claudicar.

En la mayor parte de los casos hay una relación conflictiva entre movimientos sociales y gobierno. Pero hay una relación. Esto es, no niegan el papel del estado, lo empujan a favor de sus intereses: tierra, agua, comercio de productos, vivienda, planes de apoyo técnico o financiero, infraestructura o inversiones para mayor desarrollo endógeno, educación, salud... El Estado tiene un papel para jugar, pero solo lo juega acumulando hacia una sociedad nueva si los movimientos en la base construyen cada día relaciones sociales nuevas, si disputan y construyen poder real: masa, territorio, producción, comercio, cultura, comunicación, referencia. No regalan nada, si está a su alcance se hacen cargo de los asuntos públicos en la comunidad, recuperando plata que el Estado les saco por otra vía.

A nosotros, lo que más nos falta es militancia de acción directa, socialismo-proceso. Nadie niega que la izquierda y las fracciones etapistas del FA fueron exitosas para acceder el Estado. Sesudo el Uruguay ha dado pasta intelectual por demás y ha formado grandes cuadros políticos dirigentes. Menos frecuente ha dado líderes sociales carismáticos. Tal vez el Bebe Raúl Sendic Antonaccio ha sido el último de esta estirpe.

¿Puede una estrategia tener dos componentes? ¿No se pierde fuerza al no jerarquizar correctamente una de los dos? Hay compañeros que sostienen que la estrategia debe centrarse en vencer al enemigo de clase. En general esta visión asume que están las bases económicas en la propia organización capitalista, que resta socializar la propiedad. Sostengo que en un país agroexportador dependiente como el nuestro, con 5% de población rural, crisis económica y ambiental de por medio, dominio del sistema financiero y cultura consumista, es necesario reinventar parte importante de la economía desde sus bases y repoblar el territorio.

Para algunos sonará alocado, incluso imposible. Pero como en todos los tiempos, hay parte que la gente ya hace. Hay que abrir los ganchos para observar aquellos sujetos que procuran zafar de la rosca, aquellas fracciones de la economía realmente existente que se reproduce sin explotación de trabajo ajeno, aquellas asociaciones, fomentos y cooperativas que ya existen, aquellos que producen mediante tecnologías que permiten una relación producción – naturaleza superadora. Ya son sujetos transformadores en determinados campos de poder. Dirán los manuales que no son sujetos revolucionarios porque no están para luchar, que tienen algo que perder por lo que no se lanzarán al combate abierto al sistema dominante. Bien, es cierto, cada cual a lo suyo, una parte no está dispuesto a invertir su tiempo en organizarse para pelear, pero si en hacerlo para crear. Y los manuales dirán algo seguro, que no pueden ser adversarios, al menos hay que lograr que sean neutrales. En mi opinión, el brazo afirmativo de la estrategia de construcción del socialismo tiene lugar para ellos. Son parte del proyecto desde el vamos, no luego de la “conquista del poder”.

Práctica militante y pedagogía

Lo central para entender el devenir de la militancia de izquierda es su práctica, no discursiva, sino centralmente su práctica de poder y de acción concreta, qué se hace, en qué ocupa el tiempo la militancia, qué se aprende en el camino. Si la ecuación da que los militantes son mayormente grandes analistas, buenos conversadores sobre asuntos de interés general, pueden organizar una reunión, hacer propaganda y ta’… algo falla. Hay que adquirir conocimiento, oficio y capacidad cierta de dirección de la vida económica y cultural. Sino esa militancia cuando quiere pasar a una fase creativa-productiva es burócrata, rehuye, le da miedo, su vientre materno es ser empleado, en el peor de los casos quejón devenido dirigente. Esta práctica construye una pedagogía racionalista, los militantes deliberan, sobredimensionan el lugar de las ideas, fantasean con transmisiones mecánicas de las síntesis y descuidan el quehacer practico.

Para acumular fuerzas revolucionarias, el acto pedagógico permanente del quehacer organizado de los revolucionarios (práctica) es lo que dirime, es lo que construye teoría para la acción. Cuando la estrategia incluía la guerra de guerrillas el acto militar oficiaba de pedagogía de la victoria, es posible derrotar al enemigo que parecía invencible. Cuando la estrategia incluía el acceso al gobierno para hacer reformas socializantes con movilización de masas, la expropiación de los ricos, el reparto de medios de producción oficiaba de pedagogía democrática radical: el gobierno popular amplía su campo de incidencia en la sociedad, metiéndose con aquello que era privado y ocurre como conquista de los trabajadores.

El parlamentarismo tal como lo utilizó la izquierda uruguaya, no genera una pedagogía revolucionaria, no inspira, no desestructura nada del poder y no genera práctica prefigurativa. La práctica política de la izquierda institucional es una pedagogía del posibilismo. Por otro lado, la concepción de acumulación de fuerzas de masas a nivel sindical, puso a la izquierda revolucionaria en un brete del que le cuesta salir: la legitimidad se consigue luchando por salario y condiciones, esa rosca nunca termina y es intrínseca al capitalismo. Por tal motivo, la totalidad alternativa queda siempre a un costado porque no encarna en el accionar social organizado en nada concreto más allá de algún discurso. El militante sindical vive una carrera sin fin de construcción de legitimidad que lo deja en la dirección sin poder ir más allá: su práctica construye una pedagogía del rehén, que no termina nunca de invitar a eliminar las clases sociales, en el peor de los casos una pedagogía burocrática.

Ahora, ¿es o no cierto que para nuestro pueblo éstas organizaciones generan avances concretos? Lo es, su apuesta política está lejos de ser estéril, ha tenido frutos que cosecharemos por buen tiempo en el campo de los derechos. A sacarse el sombrero. Nuestra generación no ha hecho nada a su altura. Por tal motivo no cuestiono aquellos revolucionarios que optan por el “etapismo” dentro del FA. Como hay que sacarse el sombrero con nuestro movimiento sindical y lo que conquista para los trabajadores. Lo que ponemos en discusión con la mejor intención y por honestidad intelectual son los límites de esta propuesta de acumulación de fuerzas para hacer la revolución. El poder de la organización de masas no puede quedar solo en su capacidad de boicot para negociar salario y condiciones. Eso no es changa y tiene que estar, pero los socialistas debemos desafiar más al pueblo, debemos desafiarlo a hacerse cargo de las cosas y la conquista del Estado debe estar al servicio de una democratización creciente de la economía al ritmo que los trabajadores estén dispuestos a asumir.

La pedagogía de la lucha, que es la única que logra consciencias tiene un rostro enfrentando al enemigo y otro en el sacrificio procesal que implica hacerse cargo de una totalidad alternativa. Para esto último, hay que empezar por casa, por la autocrítica en todas las escalas, también la individual. Hay que asumir el costo de mayor autonomía, de mayor igualdad y de libre asociación y ver que somos capaces de construir. Lo que el MST llama pedagogía de la tierra, porque ahí el campesino aprende lo largo del proceso para obtener una buena cosecha. Si un pueblo no va aprendiendo a hacerse cargo de la reproducción de la vida jamás podrá hacerse cargo de la revolución, a lo sumo lo harán algunos dirigentes y mandaran como patrones (incluso contra su voluntad). Y hay que ir aprendiendo a beber los tragos amargos de la contradicción a la que nos enfrentamos quienes apuntalamos procesos colectivos.

En un contexto donde la pedagogía de la victoria es impensable, una pedagogía democrática-radical esta distante, la pedagogia de la lucha viene dando malas aulas porque nos cuesta ganar batallas en las calles, es preciso recrear una pedagogía cargada de radicalidad ético-política, más civilizatoria. Si nuestra practica no sacude, no inspira, estamos condenados a repetirnos. ¿Qué pedagogía debería construir nuestra práctica militante? O ¿Cómo los militantes construyen una pedagogía revolucionaria en nuestro contexto político?

La referencia a gran escala de esta teoría son los movimientos sociales latinoamericanos. Las organizaciones revolucionarias deben tener acción propia, deben hacer algo más que participar electoralmente, hacer cabeza, definir posiciones y conspirar la ocupación de espacios de poder dentro de la sociedad. Deben experimentar la pedagogía de la lucha y también la creadora. Ahí se ven los límites también, se baja la pelota, se calibra el tiro, se entiende más el ritmo del pueblo, se es más humilde.

Aquí los dejo, sin entrarle a la integración latinoamericana, a los límites que impone la dependencia para un proyecto socialista a escala oriental, a la cuestión de hegemonía y comunicación. Queda pa’ otra. Léase esto como apuntes para el camino, no como propuesta de camino en sí. Afinando la mira sobre los distintos niveles de poder, el camino sinuoso de la Historia irá iluminando los pasos más convenientes para hacer valer nuestra voluntad rebelde. Eso sí, sin andar no se hace camino y nadie puede hacer muchos km a los saltos ni a las corridas. Si vamos lejos… ya saben lo que dice el caracol.

Ramón Gutiérrez Salgués fue militante estudiantil de la AeA y la FEUU. Integró el Frente por Verdad y Justicia. Hizo parte del colectivo de agronomía social Suma Sarnaqaña y la Asociación Barrial de Consumo. Actualmente trabaja y vive en la Unidad Cooperaria No 1 Cololó, Soriano e integra el Movimiento por la Tierra.

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